OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

PERUANICEMOS AL PER�

 

HETERODOXIA DE LA TRADICI�N*

He escrito al final de mi art�culo "La reivindicaci�n de Jorge Manrique"1: Con su poes�a tiene que ver la tradici�n, pero no los tradicionalistas. Porque la tradici�n es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y m�vil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongaci�n de un pasado en un presente sin fuerza, para incorporar en ella su esp�ritu y para meter en ella su sangre.

Estas palabras merecen ser sol�citamente recalcadas y explicadas. Desde que las he escrito, me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradici�n. Hablo, claro est�, de la tradici�n entendida como patrimonio y continuidad hist�rica.

�Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita f�rmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, �no son m�s que iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quer�a s�lo afirmar la potencia creadora de su patria, demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habr�a sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria act�a sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpret�ndolas en su papel dial�ctico.

Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezar� con ellos. Saben que representan fuerzas hist�ricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultra�sta ilusi�n verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la econom�a burguesa, sus principios de pol�tica socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo, est� en su doctrina anti-capitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, ciment� sus ideales en un arduo an�lisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus ra�ces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon se reconcilian, se mostr� profundamente preocupado no s�lo de la formaci�n de la conciencia jur�dica del proletariado, sino de la influencia de la organizaci�n familiar y de sus est�mulos morales, as� en el mecanismo de la producci�n como en el entero equilibrio social.

No hay que identificar a la tradici�n con los tradicionalistas. El tradicionismo �no me refiero a la doctrina filos�fica sino a una actitud pol�tica o sentimental que se resuelve invariablemente en mero conservantismo� es; es verdad, el mayor enemi�go de la tradici�n. Porque se obstina inte�resadamente en definirla como un conjun�to de reliquias inertes y s�mbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y �nica.

La tradici�n, en tanto, se caracteriza precisamente por su resistencia a dejarse aprehender en una f�rmula herm�tica. Como resultado de una serie de experiencias, �esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acci�n de un ideal que la supera consult�ndola y la modela obedeci�ndola�, la tradici�n es heterog�nea y contradictoria en sus componentes. Para reducirla a un concepto �nico, es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus diversas cristalizaciones.

Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradici�n de Francia, es fundamentalmente aristocr�tica y mon�rquica, idea concebible �nicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. Ren� Johannet, reaccionario tambi�n, pero de otra estirpe, sostiene que la tradici�n de Francia es absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, est� descartada como clase dirigente desde que, para subsistir, ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Est� averiguado el papel de los descamisados en el per�odo culminante de la revoluci�n burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo franc�s entrar� la declamaci�n nacionalista, el proletariado de Francia podr�a tambi�n descubrirle a su pa�s, sin demasiada fatiga, una cuantiosa tradici�n obrera.

Lo que esto nos revela es que la tradici�n aparece particularmente invocada, y aun ficticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el parad�jico destino de entender el pasado muy inferiormente al futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla o crearla, se identifican: El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de represent�rselo en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede, por lo general, imaginar el pasado.

No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradici�n, sino para los que conciben la tradici�n como un museo o una momia. El conflicto es efectivo s�lo con el tradicionalismo. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora, paralizada por una sensaci�n de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constar�, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.

La tradici�n de esta �poca, la est�n haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradici�n. De ellos, es, por la menos, la parte activa. Sin ellos, la sociedad acusarla el abandono � la abdicaci�n de la voluntad de vivir renov�ndose y super�ndose incesantemente.

Maurice Barr�s leg� a sus disc�pulos una definici�n algo f�nebre de la Patria. "La Patria es la tierra y los muertos". Barr�s mismo era un hombre de aire f�nebre y mortuorio, que seg�n Valle Incl�n, semejaba f�sicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-b�licas est�n frente al dilema de enterrar con los despojos de Barr�s su pensamiento de "paysan" solitario dominado por el culto excesivo del suelo y de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma despu�s de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Id�ntica es su situaci�n ante el tradicionalismo.

 

 


 

NOTAS:

 

* Publicado en Mundial, Lima, 25 de noviembre de 1927.

1 Compilado en El Artista y la Epoca, p�gs. 126, tomo 6 de la primera Colecci�n Popular (N. de las E.).