OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA ESCENA CONTEMPORANEA

  

     

DOS TESTIMONIOS

 

 

Se predec�a que Francia ser�a la �ltima en reconocer de jure1 a los Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicci�n. Despu�s de seis a�os de ausencia, Francia ha retornado, finalmente, a Mosc�. Una embajada bolchevique funciona en Par�s en el antiguo palacio de la Em�bajada zarista que, casi hasta la v�spera de la llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojaba a algunos emigrados y diplom�ticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos me�ses la pol�tica agresivamente anti rusa de los gobiernos del Bloque Nacional. Estos gobiernos hab�an colocado a Francia a la cabeza de la reacci�n anti-sovietista. Clemenceau defini� la posi�ci�n de la burgues�a francesa frente a los Soviets en una frase hist�rica: "La cuesti�n entre los bolcheviques y nosotros es una cuesti�n de fuerza". El gobierno franc�s reafirm�, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intran�sigencia r�gida, absoluta, categ�rica; Francia no quer�a ni pod�a tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlo. Millerand continu� esta pol�tica. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intent� en Cannes, en 1921, una mesurada recti�ficaci�n de la pol�tica del Bloque Nacional res�pecto a los Soviets y a Alemania. Esta tentativa le cost� la p�rdida del poder. Poincar�, sucesor de Briand, sabote� en las conferencias de G�nova y de La Haya toda inteligencia con el gobier�no ruso. Y hasta el �ltimo d�a de su ministerio se neg� a modificar su actitud. La posici�n te�rica y pr�ctica de Francia hab�a, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincar� no pretend�a ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisi�n en la sociedad europea. Conven�a en que los rusos ten�an derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. S�lo se mostraba intransigente en cuanto a, las deudas rusas. Exig�a, a este respecto, una capitulaci�n plena de los Soviets. Mientras, esta capitulaci�n no viniese, Rusia deb�a seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilizaci�n occidental. Pero Europa no pod�a prescindir indefinidamente de la cooperaci�n de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes, due�o de un territorio de inmensos recursos agr�colas y mineros. Los peritos de la pol�tica de reconstrucci�n europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos, menos sospechosos de rusofilia, aceptaban, gradualmente, esta tesis. Eduardo Benes, Ministro de Negocios Extranjeros de Checoeslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la C�mara checa: "Sin Rusia, una pol�tica y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias conclu�an por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el m�vil de esta actitud no era, por cierto, un sentimiento filobolchevista. Coincid�an en la misma actitud el laborismo ingl�s y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideol�gico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contempor�nea c�mo los representantes caracter�sticos del antibolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir mercados indispensables para el funcionamiento normal de la econom�a europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la pol�tica de bloqueo de Rusia hab�an prescrito. Esta pol�tica no pod�a ya conducir al aislamiento de Rusia sino, m�s bien, al aislamiento de Francia

Propugnadores eficaces, de esta tesis han sido Herriot y De Monzie. Herriot desde 1922 y De Monzie desde 1923 emprendieron una en�rgica y vigorosa campa�a por modificar la opini�n de la burgues�a, y la peque�a burgues�a francesas respecto a la cuesti�n rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su r�gimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del, r�gimen emergido de la revoluci�n. Herriot ha reunido en un libro, La Rusia Nueva, las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro,  Del Kremlin al Luxem�burgo, con las notas de su viaje, todas las piezas de su campa�a por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva pol�tica de Francia frente a los Soviets. Y son tambi�n dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revoluci�n. Ni Herriot ni De Monzie, aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la m�s leve herej�a. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los Soviets y la capacidad de los l�deres sovi�ticos. No proponen todav�a en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escrib�a las conclusiones de su libro, no ped�a sino que Francia se hiciese representar en Mosc�. "No se trata absolutamente �dec�a� d� abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguir� reservado". De Monzie, m�s prudente y mesurado a�n, en su discurso de abril en el senado franc�s, declaraba, pocos d�as antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincar�, que el reconocimiento de jure de los Soviets no deb�a preceder al arreglo de la cuesti�n de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, resultaron de�masiado t�midas e insuficientes. Herriot, en el poder, no s�lo abord� el famoso problema del reconocimiento de jure: lo resolvi�. A De Monzie le toc� ser uno de los colaboradores de esta so�luci�n.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensi�n hist�rica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fen�meno ruso con un esp�ritu m�s liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato la t�cnica y la mentalidad del abogado que no puede proscribir de sus h�bitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, adem�s, una exagerada aprehensi�n de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie con�fiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocup�ndose de la justicia bolchevique, hace constar que describi�ndola "no ha omitido ning�n trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje d� Herriot es, m�s bien, el de un rector de la democracia, saturado de la ideolog�a de la Revoluci�n Francesa.

Herriot explora, r�pidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la Revoluci�n Bolchevique sin conocer previamente sus ra�ces espirituales e ideol�gicas. "Un hecho tan violento como la revoluci�n rusa �escribe� supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia". En la historia, de Rusia, sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revoluci�n, Nada de arbitrario, nada de antihist�rico, nada, de rom�ntico ni artificial de este acontecimiento. La Revoluci�n Rusa, seg�n Herriot ha sido "una conclusi�n y una resultante". �Qu� lejos est� el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y est�pidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una tr�gica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administraci�n rusa �afirma Herriot� funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente �Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales?

No cree Herriot, c�mo es natural en su caso, que la revoluci�n pueda seguir una v�a marxista. "Fijo todav�a en su forma pol�tica, el r�gimen sovietista ha evolucionado ya ampliamente en el orden econ�mico bajo la presi�n de esta fuerza invencible y permanente: la vida". Busca Herriot las pruebas de su aserci�n en las modalidades y consecuencias de la nueva pol�tica econ�mica rusa. Las concesiones hechas por los Soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara He�rriot en que se trata de una justicia revoluciona�ria. A una revoluci�n no se le puede pedir tribunales ni c�digos modelos. La revoluci�n formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la t�cnica de su aplicaci�n. Herriot adem�s no puede explicarse ni �ste ni otros aspectos del bolchevismo. Como �l mismo aguda�mente lo comprende, la l�gica francesa pierde en Rusia sus derechos. M�s interesantes son las p�ginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas p�ginas Herriot cuenta sus con�versaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Ry�koff, Dzerjinski, etc. En Dzerjinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en com�parar al jefe de la Checa,2 al Ministro del Inte�roir de la Revoluci�n Rusa, con el c�lebre personaje de la Convenci�n francesa. En este hombre, de quien la burgues�a occidental nos ha, ofrecido tantas veces la m�s sombr�a imagen, Herriot encuentra un aire de asceta, una figura de �cono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacci�n, cuyo acceso no defiende ning�n soldado.

El ej�rcito rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un ej�rcito de seis millones de soldados como en los d�as cr�ticos de la contra�revoluci�n. Es un ej�rcito de menos de ochocien�tos mil soldados, n�mero modesto para un pa�s tan vasto y tan acechado. Y nada m�s extra�o a su �nimo que el sentimiento imperialista y con�quistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una mo�ral excelente. Y observa, sobre todo, un gran en�tusiasmo por la instrucci�n una gran sed de cultura. La revoluci�n afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel, Herriot advierte profusi�n de libros y peri�dicos; ve un peque�o museo de historia natural, cuadros de anatom�a; halla a los soldados inclinados sobre sus libros. "Malgrado la distancia jer�rquica en todo observada �agrega� se siente circular una sincera fraternidad. As� concebida el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ej�rcito rojo es precisamente una de las creaciones m�s originales y m�s fuertes d� la joven revoluci�n".

Estudia el libro de Herriot las fuerzas econ�micas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. "En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, m�s desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explican a Herriot el estado actual de la ense�anza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca. "Ning�n cuadro, ning�n mueble de arte ha sufrido a causa de la Revoluci�n: Esta colecci�n de pintura moderna, rusa se ha enriquecido notablemente en los �ltimos a�os". Constata Herriot los �xitos de la pol�tica de los Soviets en el Asia, que "presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente". La conclusi�n esencial del libro es �sta: "La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero l�gica, violenta, mas consciente de su fin, se ha producido una Revoluci�n hecha de rencores, de sufrimientos, de c�leras desde hac�a largo tiempo acumuladas".

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el pa�s bloqueado, ignorado, aislado, de hace algunos a�os. Rusia recibe todos los d�as ilustres visitas. Norte Am�rica es una de las naciones que demuestra m�s inter�s por explorarla y estudiarla. El elenco de hu�spedes norteamericanos de los �ltimos tiempos es interesante: el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blomfield, los senadores Wheeler, Brookkhart, William king, Edwin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-Ministro del Interior S�cy Fall, el diputado Frear, John Sinclair, el hijo de Roosevelt, Irvings Bush, Dodge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplom�tico residente en Mosc� es numeroso. La posici�n de Rusia en el Oriente se consolida d�a a d�a; De Monzie entra en seguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces enga�arse; pe�ro, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes; se ratifica en su juicio. El representante de 1a Compa��a General Transatl�n�tica, Maurice Longe piensa como De Monzie: "La resurrecci�n nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento econ�mico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilizaci�n occidental es innegable". De Monzie reconoce tambi�n a Lu�natcharsky el m�rito de haber salvado los teso�ros del arte ruso, en particular del arte religioso. "Jam�s una revoluci�n �declara� fue tan res�petuosa de los monumentos" La leyenda de la dictadura le parece a De Monzi� muy exagera�da. "Si no hay en Mosc� control parlamentario, ni libre opini�n para suplir este control, ni sufra�gio universal, ni nada equivalente al referendum suizo, no es menos cierto que el sistema no in�viste absolutamente de plenos poderes a los co�misarios del pueblo u otros dignatario de la re�p�blica". Lenin, ciertamente, hizo figura de dic�tador; pero "nunca un dictador se manifest� m�s preocupado de no serlo, de no hablar en su pro�pio nombre, de sugerir en vez de ordenar": El se�nador franc�s equipara a Lenin con Cromwell. "�Semejanza entre los dos jefes �exclama�, pa�rentesco entre las dos revoluciones!" Su cr�tica de la pol�tica francesa frente a Rusia es robusta. La confronta y compara con la pol�tica inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas po�l�ticas. Recuerda, la actitud de Inglaterra y de Francia ante la revoluci�n americana. Canning interpret� entonces el tradicional buen sentido pol�tico de los ingleses. Inglaterra se apresur� a reconocer las rep�blicas revolucionarias de Am�rica y a comerciar con ellas. El gobierno franc�s, en tanto, mir� hostilmente a las nuevas rep�blicas hispano-americanas y us� este lenguaje: "Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de Am�rica, toda su pol�tica debe tender a hacer nacer monarqu�as en el nuevo mundo en lugar de esas rep�blicas revolucionarias que nos enviar�n sus principios con los productos de su suelo". La reacci�n francesa so�aba con mandarnos uno o dos pr�ncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercader�as con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincar� hab�a heredado, indudablemente, la pol�tica de la Francia mon�rquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros de De Monzie y Herriot son dos s�lidas e implacables requisitorias contra esa pol�tica francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son, al mismo tiempo, dos documentados y sagaces testimonios de la burgues�a intelectual sobre la Revoluci�n Bolchevique.


NOTAS:

1 De acuerdo a las normas del Derecho Internacional P�blico.

2 Polic�a de Seguridad del Estado Sovi�tico durante los primeros a�os de la Revoluci�n.