OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

LA NOVELA Y LA VIDA

   

     

LA NOVELA Y LA VIDA

 

SIEGFRIED Y EL PROFESOR CANELLA

I

Si los jueces del tribunal de Tur�n hu�biensen le�do �Siegfried et le limousin�,1 de Jean Giraudoux, no les habr�a pare�cido tan inexplicable e inaudito el extraordinario caso del tip�grafo Mario Brune�ri, reclamado por dos esposas leg�timas, con distinto nombre y opuesto sentimien�to. Pero los jueces y los pretores de la Italia fascista ignoran a Giraudoux, no s�lo porque la nov�sima literatura francesa goza de poca simpat�a en una burocracia rigurosamente fascistizada, sino porque esta burocracia, malgrado Gentile y Bon�tempelli, positivista y racionalista a ultranza, se mantiene adversa en la novela a todo suprarrealismo. Pirandello mismo encuentra poco consenso en esta catego�r�a social de la cual �l se ha tomado anticipada revancha, incluy�ndola en el material de sus caricaturas.

El misterio de la historia del tip�grafo Mario Bruneri o, m�s bien del profesor Giulio Canella, puede resistir al an�lisis concienzudo de un disc�pulo de Enrique Ferri. Pero se desvanece a la primera inquisici�n de un lector de Giraudoux. Porque es m�s f�cil reconocer en el tip�grafo Bruneri de trasguerra al profesor Canella de anteguerra, que al escritor franc�s Forestier en el estadista alem�n Siegfried von Kleist. Sobre todo despu�s de haberlo reconocido, con una convicci�n que no deb�a consentir a los dem�s ninguna duda, la se�ora Canella.

Pero en un pa�s aristot�lico y tomista, educado judicialmente por Gar�falo y Ferri, un sobreviviente de la guerra, recogido moribundo y amn�sico de la trinchera, que durante ocho a�os ha perdido su verdadera personalidad, no puede ser de pronto reconocido y recuperado por su esposa, ni reconocerse y recuperarse a s� mismo. La polic�a y los tribunales continuar�n atribuy�ndole un nombre, una esposa y una personalidad que no son suyas.

II

La diferencia entre el caso novelesco de Siegfried von Kleist y el caso real del pro�fesor Canella, consiste en que en aqu�l lo inveros�mil, lo romancesco, tiene las proporciones sobrias exigidas por la me�dida y el orden de un escritor franc�s.

La vida excede a la novela; la realidad a la ficci�n. Despu�s de conocer la historia del profesor Canella, Giraudoux ha senti�do la necesidad de engrandecer y exage�rar el tema de Siegfried, traslad�ndolo al teatro. Sus deberes de diplom�tico no lo han dejado incurrir en una alusi�n al dra�ma italiano, que habr�a parecido a la po�lic�a fascista una intervenci�n indebida de la literatura francesa y del Quai d'Or�say2 en la cr�nica judicial de Italia, pa�s famoso desde sus m�s remotos d�as por la sabidur�a de sus cuestores. Pero el hecho es que, luego de haber superado la vida a la novela en inverosimilitud, Giraudoux ha encontrado intacto a�n el tema de Siegfried.

El profesor Giulio Canella era, antes de la guerra, uno de esos profesores de segunda ense�anza, severos y bondadosos, carduccianos,3 humanistas, a cuya ciencia debe la peque�a burgues�a italiana todos sus lazos sentimentales e intelectuales con Cola di Rienzo y Macchiavelli. La sublimaci�n del g�nero es Alfredo Panzini, a quien Canella, en sus d�as m�s tormentosos y desorbitados, ha podido conservarse, por la miseria de la condici�n humana, m�s fiel que a su esposa. Vecino de Verona, el profesor Canella despos� a conveniente edad �20 a�os ella, 30 a�os �l� a una sobrina carnal, nacida en el Brasil de padre y madre italianos, pero que hab�a tra�do de Am�rica una vaga reminiscencia de floresta virgen y cierta exaltaci�n de nuevo mundo y de tr�pico. El clasicismo del profesor Canella sufri� con esta boda, tan feliz bajo todos sus aspectos sentimentales y pr�cticos, una crisis rom�ntica que en cierta forma preludiaba la guerra con todas sus consecuencias. En sus gustos y en sus h�bitos, el profesor Canella hab�a tratado de mantener siempre el equilibrio de la arquitectura veronesa. Pero la boda con una sobrina del; Brasil, en la ciudad de Romeo y Julieta, transtorn� un poco la l�nea grecorromana de sus meditaciones y quehaceres. El matrimonio, el Brasil, la tragedia de Sarajevo4 y la declaratoria de guerra, se confundieron y entremezclaron pronto en el umbral de la etapa rom�ntica de un profesor de segunda ense�anza.

Forestier no se parec�a f�sica ni ps�quicamente a alem�n ninguno. Giraudoux habr�a ofendido la tradici�n y la regla francesas si hubiese supuesto la existencia, en los d�as de Agadir,5 de un alem�n y un franc�s estrictamente paralelos. El profesor Canella, en cambio, carec�a de una perfecta originalidad f�sica. En el aula se le notaba cierta disposici�n a emplear los ademanes did�cticos del profe�sor Aquilanti, tal como lo descubr�, una tarde, en el foro romano exponiendo co�mo suyas, a un corro de ingleses astigm�ticos y de lectores de �II Corriere d'ltalia�, algunas ideas de Adriano Tilgher. De ha�ber continuado engrosando, a los cuarenta a�os habr�a adquirido probablemente el volumen de Filippo Meda, a quien lo aproximaba una sosegada admiraci�n a Alejandro Manzoni y la afici�n al caf� puro. En la galer�a de retratos que une en Florencia el Palacio Pitti con el Palacio Viejo, no faltaban sin duda antiguos italianos a los que alg�n rasgo indefinido no indi�case como posibles, lejanos antecesores de Canella. Pero estos abstractos parecidos no habr�an modificado el destino del profesor de Verona como su concreto, cabal, asombroso parecido con el tip�grafo Mario Bruneri de Tur�n.

Mario Bruneri era el sosias6 del profesor Canella. Ten�a, adem�s, el mismo amor por las humanidades y Carducci, el mismo culto por el Risorgimento,7 la misma aprensi�n a D'Annunzio, el mismo desd�n por Marinetti. Pol�ticamente se di�ferenciaban. Bruneri, tip�grafo, ten�a una fe ilimitada en el progreso de la humanidad; y de un liberalismo iluminista, no exento sin embargo de cierto fino buen sentido piamont�s y cavouriano,8 hab�a pasado a un socialismo algo ecl�ctico, en que se mezclaban frases elocuentes de Jaur�s, le�das en �L'Humanit�,9 y conceptos de Marx, traducidos por Ettore Cicotti, sobre un fondo del m�s nativo y ge�nuino Andrea Costa. Bruneri y Canella eran aproximadamente de la misma edad y exactamente del mismo estado civil. Se hab�an casado en la misma primavera.

La guerra �que habr�a recibido neutralista Bruneri, intervencionista Canella, por esa ins�lita entonaci�n brasile�a de su esp�ritu, esa repentina crisis rom�ntica que le acarre� el matrimonio� decidi� confundir ambos destinos.

III

A tal punto se confundieron en las trin�cheras las vidas paralelas de Mario Bru�neri y del profesor Giulio Canella, que cuando ambos, el tip�grafo de Tur�n y el letrado de Verona, soldados del mismo regimiento, cayeron en un combate, s�lo el azar pod�a resolver cu�l de los dos era el que sobreviv�a.

Del foso cegado por el ca�oneo, la am�bulancia hab�a recogido el cuerpo de un soldado horriblemente herido, ensan�grentado, desnudo, inconsciente. Ningu�na medalla, ning�n tatuaje se�alaban este cuerpo, m�s bien grueso que magro, de un soldado del regimiento italiano No. X. S�lo una enorme herida en la espalda por donde se desangraba, sin quejarse. En el hospital de sangre nadie se cuid� al prin�cipio de establecer su identidad. Hab�a, ante todo, que desinfectar, sondear y suturar sus heridas. El soldado se agitaba ag�nico, inconsciente, bajo la inquisici�n presurosa del m�dico y sus asistentes.

Al tercer d�a, su vecino de lecho, soldado del regimiento X lo reconoci�, sin dificultad y sin asombro: se trataba de Mario Bruneri, soldado de la misma compa��a, de oficio tip�grafo, casado, turin�s. Lo hab�a visto casi caer, derribado por la explosi�n que mat� a Agostino Marchesi, pisano, soltero, de la clase del 95. La glorificaci�n del soldado desconocido no hab�a a�n empezado. Los hospitales de sangre, en todo caso, prefer�an que cada herido y cada difunto no careciesen de un nombre y algunos antecedentes. El herido, delirante a�n, no pod�a confirmar a su vecino. Qued�, pues, provisoriamente admitido que era Mario Bruneri, tip�grafo. El m�dico, lector cotidiano de �La Stampa� de Tur�n, atribuy�, sol�cita e inapelablemente, a las palabras escapadas al herido un marcado acento turin�s y giolittiano10 y reconoci�, en el color terroso de su rostro vendado, algunos indicios precoces de saturnismo.

La relaci�n oficial de las bajas sufridas por Italia en el combate consider� entre los heridos graves a Mario Bruneri; y, entre los desaparecidos, al profesor Giulio Canella.

IV

Mientras en la villa Canella, en la biblioteca del profesor, la viuda presunta se repet�a que �desaparecido� no tiene los mismos efectos legales y conyugales que �muerto�; en el hospital de guerra Giulio Canella, convaleciente, recib�a una carta que le comunicaba la ansiedad y la esperanza de su esposa, la se�ora Bruneri. Porque el profesor Canella, que al asirse desesperado a la vida, no hab�a tenido cui�dado ni medio de conservar sus vestidos ni sus recuerdos, hab�a perdido con unas y otros su personalidad. Identificado como Mario Bruneri, no hab�a tenido nada que oponer a esta afirmaci�n ni a ningu�na otra. Por la ancha herida de la espalda, parec�a haber fugado el noventa por ciento de su memoria profesoral y conyugal; y, asustados por la explosi�n de la �ltima granada, se hab�an dispersado sus recuerdos menores. El m�dico, los enfermeros, los vecinos, ahora esta carta, lo lla�maban Mario Bruneri con una simpat�a a la que habr�a sido impertinente e inc�modo corresponder con dudas sobre este apelativo que, despu�s de todo, no le sonaba desagradable e ins�lito. No hab�a ning�n motivo para que un hombre tan d�bil y amn�sico, que no ped�a sino que lo guiasen en su reingreso a la vida, negase ser Mario Bruneri y estar casado en Tur�n. El doctor le hizo algunas preguntas sobre su pasado a las que �l contest� con una sonrisa fatigada que, record�ndole extra��amente la del director de �La Stampa� de Tur�n la tarde en que, inminente la guerra, 400 diputados neutralistas dejaron su tarjeta de visita a Giolitti en la porter�a del Hotel Cavour, confirm� al doctor en su primera impresi�n sobre la ostensible filiaci�n turinesa del enfermo.

Todos los datos antropom�tricos del soldado Mario Bruneri, ca�do en la trinchera, correspond�an con exactitud al cuerpo ci�catrizado de Canella en convalecencia. Y como nada en el sobreviviente desperta�ba su antigua y verdadera personalidad de profesor de segunda ense�anza, tan poco acentuada por costumbre y por principios, la nueva personalidad de Bruneri, turin�s y tip�grafo, le fue sin esfuerzo impuesta como un traje que tuviese sus medidas y que habr�a podido pertenecerle. Canella hab�a agotado sus energ�as en su lucha contra la muerte. Despu�s de largas noches de desvar�o e incertidumbre, no le quedaban casi m�s fuerzas que las que en el hospital le hab�an suministrado, en desesperantes inyecciones de suero de caballo. Adem�s, su pasado ten�a la tersura de albaricoque de las mejillas de la enfermera Marietta: ninguna grieta, ninguna fractura, ning�n lunar, ning�n rasgo capaz de sobrevivir a una impresi�n catastr�fica y a una convalecencia prolongada. Si Canella, en su juventud, hubiese sido expulsado del colegio y repudiado por su padre como Percy Bysshe Shelley �a consecuencia de su ideas ate�stas y radicales�  si en vez de mantenerse fiel a los cl�sicos y a Carducci, se hubiese enrolado en una de las escuadras futuristas, a la cabeza de las cuales Marinetti conden� a muerte al claro de luna, trat� de vieja proxeneta a Venecia, con esc�ndalo de los ruskinianos11 y de Ugo Oietti; y propuso la expulsi�n del Papa de Roma, como �ltima afirmaci�n del Risorgimento; si hubiese raptado a Lydia Borelli, aquella tarde en que la vio visitar sola, en Verona, la tumba de Romeo y Julieta y en que se content� con recordar en ingl�s una estrofa de �Childe Harold�;12 si hubiese, en alguna forma estridente y violenta, osado romper con alguno de los h�bitos, ideas y tradiciones de un profesor de segunda ense�anza de Verona; es probable que el pasado de Giulio Canella se habr�a resistido a morir del todo. Las acciones o pensamientos te�merarios y las dolencias graves, son los �nicos puntos de referencia posibles en la l�mina lisa de una biograf�a provincial. La biograf�a del profesor Canella carec�a de estos puntos de referencia y, por esto, .confundida con otras en el detall13 de un regimiento, despu�s de una batalla mort�fera, pod�a ser f�cilmente cambiada con la del tip�grafo Bruneri.

Licenciado del ej�rcito por su estado de salud, con una menci�n honrosa por su comportamiento en el combate en la or�den del d�a del regimento, el ex-profesor Giulio Canella pas�, en una casa de salud piamontesa, dos meses de sosegada reparaci�n de sus facultades mentales y tr�ficas. Cuando sali� de la casa de salud, con una maleta que le hab�a enviado su esposa legal, la se�ora Bruneri, de Tur�n, cierta vaga nostalgia de hogar, de matrimonio y de sopa dom�stica era el �nico sentimiento que lo llevaba de la mano, en este asombrado descubrimiento de s� mismo. El profesor Canella hab�a muerto. Quien tomaba el tren para Tur�n, en una ma�ana lluviosa, era, seg�n sus documentos, no contradichos por sus recuerdos, el tip�grafo Mario Bruneri

V

Tur�n recibi� sin emoci�n visible a este turin�s desconocido. Le reservaba, sin embargo, el abrazo de una esposa tierna: la se�ora de Bruneri. Canella se abandon� a este abrazo con la sana confianza con que se hab�a abandonado siempre a los brazos, algo m�s nerviosos y prensiles, de su verdadera consorte. El peque�o departamento del tip�grafo de Tur�n, no ten�a el confort sencillo y provincial de la villa Canella en Verona. Pero su esposa ten�a, aproximadamente, las mismas dimensiones. Pose�a, adem�s, una coqueter�a turinesa que pod�a parecer, a los sentidos aturdidos de un amn�sico, la temperatura pasional, mitad veronesa, mitad brasile�a, de la se�ora Julia Canella. El n�ufrago no elige la playa a la que arriba, despu�s de haber luchado toda una noche con las olas. Pero la alegr�a de tocar tierra lo obliga a encontrarla bella, tal como Col�n reconoci� sin titubear en la primera isla americana la tierra que buscaba. Este mecanismo sentimental preservaba a Canella, sobreviviente, de cualquier descontento en su llegada.

La se�ora Bruneri hab�a esperado siem�pre encontrar a su marido algo cambiado. Un soldado que hab�a estado a punto de perecer en un combate, que hab�a sido recogido moribundo de una trinchera, que con sus efectos personales hab�a perdido la memoria, que hab�a ganado una pen�si�n y una medalla con su hero�smo, no pod�a seguir siendo el tip�grafo Mario Bruneri de anteguerra. Bastaba que la invisible lesi�n al cerebro, que hab�a borrado sus recuerdos, no hubiese comprometi�do su raz�n. El m�dico tratante, en una lar�ga carta, hab�a instruido a la se�ora Bruneri, sobre la naturaleza de esta lesi�n del esp�ritu; y sobre la parte que, la conducta dulce y sagaz de una esposa modelo, iba a tener en la cura final. La joven se repe�t�a a veces las palabras del doctor. Por alg�n tiempo, el curso de la existencia de Mario Bruneri necesitaba una gradiente suave. Deb�a ahorr�rsele toda pena, todo esfuerzo excesivo. Su pensi�n de combatiente, mejorada temporalmente por el car�cter especial de su invalidez, y, sobre todo, una modesta libreta de ahorros, le aseguraban por algunos meses el pan blanco de una convalecencia sin preocupaciones. Cuando el sobreviviente, fatigado, se adormeci� en el sof� en que hab�a o�do un relato tenue y as�ptico de su ausencia, la se�ora Bruneri retir� los platos y los cubiertos de la cena, de puntillas, como una enfermera.

Y a la ma�ana siguiente nada separaba a estos dos esposos legales que, sin saberlo, crey�ndose casados desde hac�a mucho tiempo, hab�an celebrado esa noche un desposorio de guerra: la boda extra�a del soldado desconocido con la viuda que, al desposado, pensaba recibir a su esposo sobreviviente. Esposo casto, a �l le pasaba con su pasado sexual lo que con el resto de su biograf�a: carec�a de puntos de referencia. Turinesa, ella guardaba quiz� un recuerdo m�s incisivo de su experiencia conyugal; pero todos los recuerdos inoportunos estaban proscritos de su conciencia de enfermera.

VI

Una ciudad puede a veces poseernos con arte m�s perdurable e individual que una mujer. Discurriendo por las aceras de Tur�n, del brazo de su esposa, el sobrevi�viente no habr�a reconocido a esta ciudad, (que no hab�a visitado nunca), sin el sub�sidio de algunos removidos sedimentos de su ciencia de profesor de segunda ense��anza. Ni la estatua de V�ctor Manuel I, el rey galantuomo,14 ni la de Garibaldi, el h�roe de Montana, ni el parque del Valentino, con sus parejas discretamente emancipadas de provinciales escr�pulos, ni los portales y galer�as, que guarecen al turin�s de la lluvia y protegen su galanter�a y su liberalismo, imped�an al ex-profesor Canella acostumbrarse a la idea de haber nacido y vivido siempre en Tur�n. Pero la fisonom�a de Tur�n no se reduce a estos rasgos. En sus calles, en sus plazas, en sus museos se almacenan los testimonios s�lidos, tangibles, de varios siglos de historia piamontesa, que son otros tantos siglos de historia italiana. Todos, por fortuna, estaban puntualmente registrados en la placa velada de la conciencia del profesor Canella, que hab�a amado siempre a la Historia como a hermana gemela de la Poes�a. Recorriendo la Armer�a se desprendieron del fondo de su subconciencia palabras pertenecientes, sin duda, a sus lecciones sobre la Edad Media; pero que, en ese instante, eran para el ex-profesor la prueba palmaria de que �l hab�a deambulado por esos salones, muchas veces en su vida.

La usina de la Fiat era la �nica perspec�tiva nueva, ins�lita, imprevista, a la que dif�cilmente se acomodaba su esp�ritu. Empezaba ah� una Italia industrial, moderna, novecentista, que el profesor Giulio Canella, detenido en el Risorgimento, en Verona, y en Carducci, hab�a apenas en�trevisto, muy confusamente, desde su estrado de profesor, leyendo a largas pau�sas los art�culos de Luigi Einaudi en �II Co�rriere della Sera�.

VII

Una vez aceptado lo esencial e �ntimo de un destino, cuesta muy poco trabajo aceptar lo accesorio. El ex-profesor Giulio Canella hab�a recibido como suyos el nombre, la esposa, la ciudad y alguna ropa usada del tip�grafo Mario Bruneri. No le faltaba sino el oficio. Pero hab�a ocupado con tanta naturalidad el lugar de Bruneri, en Tur�n y en el mundo, que pod�a sin esfuerzo continuar componiendo la p�gina que �ste hab�a dejado interrumpida el d�a de su enrolamiento.

Desde el siglo siguiente al descubrimiento de la imprenta, el citadino de todo antiguo burgo alem�n o italiano nace con una vaga aptitud de cajista. Canella tom� el componedor en sus manos, con el respeto que a un profesor de ideas liberales le inspira, siempre, esta peque�a herramienta del progreso. Tip�grafo fatalmente, no teniendo otro medio de vida, empez� a trabajar con voluntad y con ortograf�a, pero sin destreza. El regente opin�, concluida la jornada, que hab�a perdido la pr�ctica del oficio, peto que la recobrar�a con sus convicciones socialistas, inmediatamente echadas de menos por sus compa�eros.

Canella, en efecto, trabajaba medianamente al cabo de unas semanas. Si sus jefes, lectores de �La Stampa�, hubiesen confrontado puntualmente su rendimiento de 1919 con el de anteguerra, no habr�an dejado de atribuir el descenso, m�s que a su amnesia, al general desgano post-b�lico, a la agitaci�n huelgu�stica y revolucionaria, al malestar universal consecuente de una guerra, a la que Italia se hab�a dejado arrastrar contra los prudentes consejos de Giolitti.

VIII

Pero despu�s de unos meses de rigurosa y absoluta identificaci�n con Bruneri, el ex-profesor not� confusamente que una fuerza inexplicable lo empujaba en sentido inverso. Ignoraba cu�l pod�a ser este sentido, pero lo encontraba m�s concorde con su naturaleza. Despu�s de un movimiento a izquierda, su vida, iniciaba un movimiento a derecha. Canella sent�a que el componedor se le ca�a de la mano. �La Stampa� y �Avante� lo dejaban indiferente. Tur�n le parec�a, de improviso, una ciudad extranjera, de donde un dialecto afrancesado desalojaba al italiano, a la vez que un socialismo, entre galo y tudesco, desplazaba al liberalismo de Mazzini y Carducci.

Las huelgas eran las pausas que atenuaban la impresi�n de que algo en �l resist�a, rechinando, a su destino. Pero, durante una huelga, Canella no era un obrero que afirma su conciencia de clase, sino un profesor que toma sus vacaciones.

La se�ora Bruneri fue la primera en advertir este cambio indefinido, pero inquietante. Su marido ten�a la expresi�n casi distra�da, casi impaciente, del que espera algo. �Qu� pod�a esperar Mario Bruneri? No era, por cierto, la revoluci�n social. (Sus opiniones, al respecto, le hab�an ganado entre sus compa�eros reputaci�n de amarillo y de  reaccionario; y a la propia se�ora Bruneri le hab�an parecido algo heterodoxas). Era, quiz�, el regreso de su memoria, el retorno de sus recuerdos. La se�ora Bruneri escribi� al m�dico del sanatorio una carta, en la que no omiti� detalles que en el borrador encontr� al principio excesivamente privados, como el de su gravidez avanzada. Pero el m�dico se content� con responder, asi�ndose precisamente de este detalle, que al nacimiento del ni�o todo se normalizar�a en el hogar de los Bruneri.

Los hechos rehusaron confirmar este pron�stico. Cuando Canella, fatigado de marchar a la deriva, hizo un esfuerzo por pasar de un estado de distracci�n y de apat�a a un estado de atenci�n y de entusiasmo, sucedi� lo que menos pod�a augurar la se�ora Bruneri. Unos ojos muy grandes y una boca muy chica sonrieron, una tarde, al ex-profesor, en la v�a Roma, como nada le hab�a sonre�do nunca. (Verona no tiene una v�a Roma y, un poco medioeval, todav�a, ignora el maquillaje parisi�n, que hace tan grandes los ojos y tan chica la boca). Y el ex-profesor, sin intenci�n infiel alguna, s�lo por cogerse de algo que lo ayudara a resistir a la corriente, busc� las manos que correspond�an a estos ojos y a esta boca. M�s tarde, busc� la boca misma. Canella descubr�a una isla de placer, en medio de la marea. Para un honesto profesor provinciano de segunda ense�anza, el descubrimiento de esta isla era un descubrimiento del mundo.

Canella ced�a a dos impulsos de evasi�n, por medio de los cuales su vida trataba de encontrar su equilibrio: la evasi�n de su esposa y la evasi�n de su oficio. Su subconsciencia pugnaba por restituirlo a su destino, liber�ndolo de una mujer y de un oficio que no eran suyos. Un tercer impulso de evasi�n empez� a apoderarse de �l, antes de que el movimiento de p�ndulo de su existencia lo llevase, de nuevo, del lado donde se sent�a conforme con ser Bruneri y tip�grafo. La misma v�a Roma que le hab�a propuesto una tarde un amor adulterino, que Canella, en Verona, en su propia existencia, no habr�a aceptado jam�s, le propuso otra tarde un viaje. El deseo de evadirse de Tur�n se instal� desde entonces en su esp�ritu. Este deseo habr�a sido ins�lito en un turin�s. Normalmente, el turin�s es poco viajero, mal emigrante. La ribera del Po basta e sus fugas sentimentales. A Canella, oscuramente empujado hacia Verona, no pod�a bastarle. Del fondo ciego de su subconsciencia de vecino de Verona y de profesor de liceo, ascend�a, como una burbuja pertinaz, un deseo centr�fugo.

IX

Mr. le Trouhadec sais� par, la d�bau�che,15 m�s que el Siegfried de Giradoux, es acaso el personaje que evoca la existen�cia del profesor Canella en Tur�n, en la �poca absurda en que, equivocado con el tip�grafo Bruneri y desviado de su voca�ci�n profesoral, no le qued� otra posibilidad de estudio que una usada y m�dica enciclopedia del amor. Pero aun a precio de ocasi�n, esta enciclopedia es siempre superior a los recursos normales de un cajista casado. Canella no sab�a cu�l pod�a ser el t�rmino de este declive: sin duda, una voluptuosidad nueva. Segu�a un curso clandestino y post-universitario de Huma�nidades, con la aplicaci�n con que, a�os atr�s, se hab�a entregado a la lectura de Mommsen y Guillermo Ferrero.

Su primer conocimiento de la calle Roma le abri� la v�a de otros conocimientos. El amor no era s�lo lo que una esposa ho�nesta pod�a revelarle. Era una ciencia, co�mo la de la historiograf�a, que no entrev� siquiera el escolar, en su texto compendia-do de historia antigua o moderna. Dos o tres vol�menes de tercera mano, no le en�se�aban todo lo que su curiosidad de es�tudioso, repentina, subrepticiamente despertada, lo incitaba a conocer. El profesor de Verona se instru�a, pr�cticamente, res�pecto a las cuestiones planteadas por el profesor Werner Sombart en su obra Lu�jo y Capitalismo. La canzonetista irregu�lar, la bailarina supernumeraria que tomaba con �l un �cinzano� en el Caf� Cisalpino, no recordaba exactamente a la vene�ciana Francesca Andreosia, amante de Agostino Chigi. Era siempre alguna an�nima militante de la galanter�a turinesa, segura de que su nombre no ser� consig�nado, dentro de cuatrocientos a�os, en el libro de ning�n catedr�tico de Heidelberg o de Munich.

Canella confirmaba, en su caso, la posi�ble tesis de que la trasguerra ha resucitado en Europa las figuras del Santo y del P�caro. El P�caro no es sino la consecuencia de un desequilibrio, de una conmoci�n que produce un gran n�mero de decla�ss�.16 En Espa�a, la aparici�n del P�caro si�gui� a la decadencia del Medioevo. El P�caro era, en �ltimo an�lisis, el Caballero declass�, el Caballero desocupado. Ca�nella, profesor declass�, estaba en la ru�ta que conduce al P�caro. Del brazo de una mundana rubia, en cuya compa��a hab�a arribado a sus m�s avanzadas con�clusiones sobre la secularizaci�n del amor, lleg� tambi�n, inadvertidamente, a un punto que estaba entre el abuso de con�fianza y la estafa. Quiz�, en su presente, este acto no era sino una evasi�n m�s: la evasi�n de la moral. Un impulso centr�fu�go continuaba determinando su conducta.

X

El adulterio puede corresponder, por excepci�n, a un esfuerzo de fidelidad y monogamia. Pero habr�a sido vano pretender persuadir a la se�ora Bruneri de la verdad de esta tesis. El destino la hab�a hecho v�ctima de la m�s osada de sus falacias. Le hab�a restituido como su marido, sobreviviente de la guerra, a un hombre que era s�lo esto �ltimo. Este hombre, no ten�a con ella obligaciones conyugales. Hab�a nacido sin vocaci�n para la bigamia. La se�ora Bruneri lo cre�a su esposo, el tip�grafo del mismo apellido. El tambi�n lo cre�a; pero en una regi�n m�s profunda de su esp�ritu estaba registrado su casamiento en Verona, con todos sus indeclinables efectos morales y jur�dicos. El m�vil que lo llevaba a la licencia, no era enciclopedista y universitario sino en su superficie pragm�tica; en el fondo era, m�s bien, un m�vil �tico de evasi�n de la mujer extra�a, en busca de la propia. Canella no persegu�a sino su equilibrio moral y dom�stico. Era un escol�stico que, ca�do en el error, se encamina de nuevo hacia la verdad, atravesando el territorio accidentado de la tentaci�n. El libertinaje constituyo un episodio frecuente en la vida de un Santo y constante en la vida de un P�caro. Canella no habr�a sido jam�s un santo y s�lo precariamente era un p�caro. No habr�a conocido, pues, este episodio, si una fuerza casual no lo hubiese apartado de Verona, de su esposa y de su c�tedra, Se lo impon�a ahora su rebeli�n con�tra un destino ajeno; su subconsciente protesta contra una equivocaci�n, causada por la p�rdida de la facultad m�s preciosa de un profesor: la memoria.

XI

En el amor como en la literatura no hay sino dos grandes categor�as: cl�sicos y rom�nticos. Para los cl�sicos, el amor es eterno: su arquetipo son las parejas hist�ricas: Romeo y Julieta, v. g. Para los rom�nticos, el amor es algo menos individualizado y permanente; el amor carece de predestinaci�n: no existe el amor sino el estado amoroso.

Canella era cl�sico en el amor como en la literatura, por prudencia, por educaci�n y por esp�ritu sedentario. La se�ora Canella lo era tambi�n, pero por romanticismo. Verona es la sede del culto a la pareja eterna. Verona o la tumba de Romeo y Julieta. Verona loca de amor. Debemos al vizconde de Chateaubriand, en quien, como en la se�ora Canella, el romanticismo era un sentimiento adquirido en Am�rica, el m�s cl�sico retrato de Verona: "Descendida de las monta�as que ba�a el lago, c�lebre por un verso de Virgilio y por los nombres de Catulo y de Lesbia, una tirolesa, sentada bajo las arcadas de las Arenas, atra�a las miradas. Como Nina, pazza per amore,17 esta linda criatura de falda corta y coquetos chapines, abandonada por el cazador de Monte Baldo, era tan apasionada que no quer�a nada sino su amor; ella pasaba las noches esperando y velaba hasta el canto del gallo: su palabra era triste porque hab�a atravesado su dolor". Una italiana del Brasil, que en el Nuevo Mundo hab�a contra�do como una fiebre tropical el romanticismo, no pod�a sustraerse al influjo de Verona romana, medioeval, renacentista. La atm�sfera sentimental, el clima er�tico de Verona ten�an que comunicarle el gusto de un amor eterno, sublime, hist�rico. �Pazza per amore! Julia Canella, en sus m�s alucinadas e inefables horas de prometida o de desposada, habr�a podido augurarse un destino que le hubiera prometido enloquecer de amor. Mas no hab�a sabido augurarse nada concretamente. Ten�a la temperatura del romanticismo; no su imaginaci�n, aunque sin haber le�do a Chateaubriand ni a Andr� Maurel, sintiese como ellos

Pero el destino hab�a adivinado su vo�to latente, posible, arrebat�ndole a su esposo. El comunicado del regimiento lo de�claraba desaparecido; y la se�ora CaneIl�, aunque no fuese sino para esperarlo toda su vida, no pod�a admitir que desa�parecido significara quiz� muerto. La viu�dedad no era el estado que su exaltaci�n pod�a so�ar. Prefer�a, con ardor brasile�o, la vaguedad de una ausencia inexplicable e indefinida. Esperar�a al esposo au�sente, con la l�mpara de su amor vigilante, encendida. Una viuda joven, bella, indiana, tendr� siempre un s�quito de pre�tendientes. Pero la se�ora Canella no era una viuda sino una esposa loca de amor, como Nina, como Verona. Julia es una aproximaci�n de Julieta. La se�ora Canella lo hab�a pensado algunas veces: ella continuaba, reviv�a, con nueva sangre, la tradici�n veronesa. Verona, pazza per amore, ten�a una nueva int�rprete. Cada a�o que pasaba, en vez de atenuar la fe de la espera, la acrec�a. El esposo ausente regresar�a, no importaba cu�ndo. Los a�os no contaban. El tiempo se detendr�a en el segundo en que los amantes se estrecharan de nuevo, obediente a ella, que pronunciar�a la frase po�tica: �detente, eres bello!

Este amor explicaba la trayectoria turinesa del profesor Canella. La existencia de Canella era atra�da por otra existencia que lo llamaba con una energ�a sobrehumana. No pod�a resistir a la atracci�n de Nina enamorada. Y, por esto, en los brazos de una ramera, pero fugitivo de los de una esposa casual postiza, ajena, el profesor Canella tend�a, en verdad, a la fidelidad, a la monogamia.

XII

�Qu� distancia hab�a recorrido Mil�n desde los d�as de Stendhal? El ex-profesor Canella se abandonaba a esta preocupaci�n, en los instantes en que el Castillo Sforza, o La Cena de Leonardo de Vinci, o la Iglesia de San Lorenzo lo sustra�an a una preocupaci�n personal y aflictiva. Su entrada en Mil�n no hab�a tenido ninguna semejanza con la de Stendhal, Goethe o Herr Karl Baedecker. Canella llegaba a Mil�n casi fugitivo. Hu�a de Tur�n, despu�s de haber perdido su trabajo y su reputaci�n. En verdad, hab�a perdido el trabajo y la reputaci�n de Mario Bruneri. Pero, inconsciente a�n de su evasi�n, Canella lo ignoraba. A mitad del camino de Verona, y de s� mismo, ignoraba su trayectoria. Se evad�a no de Tur�n y de la se�ora Bruneri, celosa, ofendida, desagradable, sino del destino de Mario Bruneri; pero sin tener conciencia a�n de la direcci�n y del alcance de esta fuga. En su evasi�n, le hab�a sido indispensable comprometer el buen nombre del tip�grafo Mario Bruneri, irreparablemente manchado ahora por un juicio de estafa, inscrito en los registros de la polic�a turinesa, fichado con antecedentes penales de los que no podr�a ya redimirse. Pero, inconsciente de que la reputaci�n y la honestidad que hab�a sacrificado no eran las suyas, el ex-profesor Canella no se compadec�a de Mario Bruneri, sino de s� mismo que segu�a llevando este nombre. �Qu� distancia hab�a recorrido Mil�n desde los d�as de Stendhal? Ni siquiera esta interrogaci�n al parecer desinteresada era extra�a a su �ntimo drama, a su propia aventura. La preocupaci�n de la distancia que pod�a haber recorrido Mil�n desde los d�as de Stendhal era, subconscientemente, la preocupaci�n de la distancia que pod�a haber recorrido �l mismo desde los d�as de Verona. La palabra Stendhal sustitu�a a la palabra Verona, recuerdo que no pod�a a�n reaparecer abiertamente: en el esp�ritu de Canella.

Sentado delante de un helado de caf�, en una terraza, reconstitu�a con elementos de la biograf�a de Mil�n su autobiograf�a. "II Corriere della Sera" tra�a en su �ltima edici�n, como en el tiempo que pugnaba por regresar a su conciencia, un art�culo del economista Luigi Einaudi. �Qui�n era Luigi Einaudi? En Tur�n, este nombre no le hab�a recordado nada. Ahora, en Mil�n, regresaba a su memoria no sab�a de donde, extra�amente asociado al de Ludovico Sforza, al de Stendhal, al del Alcalde Carrara, como el de un antiguo conocido. Era, simplemente, el nombre de un economista liberal, senador del Reino, que segu�a escribiendo sobre finanzas, cambio, producci�n, aduanas, como varios a�os antes. �Cu�ntos a�os antes? Canella se sent�a incapaz de precisarlo. S�lo le era posible pensar que entre los antiguos art�culos de Luigi Einaudi y el que le�a hoy en la terraza de un bar, sorbiendo un halado, estaba sin duda la guerra, la Constituci�n del Carnaro,18 las elecciones de 1919, la ocupaci�n de las f�bricas, �II Popolo d'Italia�,19 los fasci di combatimento20 y la marcha a Roma. Estaba todav�a algo m�s. S�; algo que no era solamente la conversi�n de Papini. Algo que tocaba seguramente m�s de cerca a su destino individual. Algo que le parec�a estar buscando a tientas, con las manos, cuando sac� de su cartera dos liras sucias, �speras, para pagar su consumo. En la cartera, con las �ltimas liras, algunos papeles de Mario Bruneri, le recordaron violenta, dolorosamente, la Questura21 de Tur�n, la oficina dactilosc�pica, el arresto, el proceso, la absoluci�n por falta de pruebas, su condici�n de tip�grafo, sin trabajo, vigilado por la polic�a. Y, en marcha otra vez, sinti� que estos papeles estaban dem�s en su cartera, en su bolsillo, en su vida y que eran la �nica prueba de un pasado deshonroso. �Por qu� no liberarse de ellos, como se hab�a liberado de Tur�n, de su mujer, la se�ora Bruneri, y de su amante, la rubia Julieta? Mil�n pod�a, quiz�, cambiar su destino. Julieta se lo hab�a dicho alguna vez antes de que rompieran. (No era turinesa; estaba en Tur�n porque la hab�a llevado all� un agente viajero; el Parque del Valentino no ejerc�a sobre ella ninguna atracci�n sentimental; apetec�a, sin saberlo exactamente, una ciudad industrial, con muchos m�s bancos, almacenes, caf�s, tranv�as y turistas. Y se llamaba, seriamente, Julieta. �Por qu� se llamaba Julieta? Canella se hac�a tambi�n por primera vez esta interrogaci�n, sin poder responderse). El recuerdo de Julieta, aunque mezclado a los sucesos que lo hab�an llevado a la Questura, para dejar ah� sus huellas digitales, no le pesaba. Era, a pesar de sus complicaciones judiciales, un recuerdo ligero, tierno, matinal. Le pesaban, en cambio, los papeles. Empezaron a pesarle tanto que se detuvo agobiado. Hab�a llegado a un canal pintado en un cuadro de Pettoruti.22 Un resorte fall� de repente en su conciencia, roto por la tensi�n de ese peso excesivo. Y no qued� ya en �l nada que resistiera al deseo repentino, desesperado, de arrojar estos papeles en las aguas grises, s�lidas, calladas.

XIII

Ahora, libre de este lastre, el ritmo de la evasi�n se aceleraba. Un polic�a se ha�b�a acercado a Canella con pasos lentos, pesados, de plomo; pero seguros, terribles, implacables. �Qu� pod�a querer de �l? Ante todo, sus papeles. Desde que los hab�a dejado caer en el canal, hab�an transcurrido algunas horas. Canella no ha�b�a cesado de marchar. Estaba en un suburbio. Y hab�a adquirido en este tiempo un aire evidente, visible a �l mismo, de fugitivo. Su voluntad de evasi�n se hizo m�s desesperada ante este polic�a que se acercaba. Y hab�a echado entonces a correr furiosamente, como s�lo un loco pod�a correr. Canella se evad�a de la raz�n en esta carrera pat�tica.

Cuando, despu�s de haber corrido ra�biosamente hasta el agotamiento, rod� exhausto, Mil�n estaba distante. Pero la desatada fuerza de evasi�n continuaba operando en su esp�ritu. Canella sinti�, con lucidez terrible, una sola cosa; que lle�gaba al final de su fuga: la evasi�n de la vida.

La polic�a lo encontr�, una hora des�pu�s, herido, ensangrentado. Con una gastada navaja de afeitar, hab�a tratado de degollarse, cuando todas sus fuerzas lo ha�b�an ya abandonado. M�s tarde, en el hospital, lo interrogaron en vano. No recor�daba nada. No sab�a nada. Hab�a perdido, de nuevo, la memoria. Pero, en verdad, hab�a alcanzado la meta hacia la cual todos sus impulsos tend�an. Su evasi�n ha�b�a concluido. Del hospital pas� al manicomio, sin nombre, sin papeles, sin antecedentes, sin recuerdos. No era ya Mario Bruneri. Todos sus deseos centr�fugos hab�an cesado. Como en Panait Istrati,23 la tentativa de suicidio no hab�a sino un ex�tremo, desesperado esfuerzo de continuaci�n y renacimiento.

XIV

La se�ora Canella viv�a tan segura de que un d�a leer�a, en un peri�dico, la noti�cia de que su marido regresaba de un venturoso viaje a Am�rica o Australia; o de que, sin anuncio alguno entrar�a de pronto Canella en su estancia y la abraza�r�a, silencioso y tierno, que no se asombr� demasiado la tarde en que encontr� su retrato, en la p�gina 11 de �La Dom�nica del Corriere�. Lo reconoci� a primera vis�ta, a pesar de que, en este retrato, el pro�fesor Canella carec�a de ese aire de dignidad magistral, de optimismo docente, que ten�a en sus retratos veroneses. Y cuando ley�, en algunas l�neas de breviario, que era el retrato de un amn�sico, asilado en el Manicomio de Colegno; y que el direc�tor, satisfecho del tratamiento empleado, esperaba que esta publicaci�n le descu�briera a su familia y sus antecedentes, tampoco se emocion� con exceso. Tuvo, m�s bien, la impresi�n de que era aproxima�damente as� como ella se hab�a imagina-do alguna vez recuperar a su esposo. Este hab�a perdido la memoria; pero no la ra�z�n. Y esta p�rdida, sin m�s importancia que la de la llave de la villa, hab�a sobrevenido quiz� para que ella, en vez de aguardar pasivamente el retorno del esposo, partiese loca de amor a su recon�quista.

El director del Manicomio de Colegno la recibi� con simpat�a y curiosidad. No ten�a, en apariencia, esa mirada de desconfianza y espionaje ni ese lenguaje de tests24 de los psiquiatras. No se sorpren�di� siquiera de que el anuncio de �La Dom�nica del Corriere� lo pusiese delante de la esposa de un profesor. Sonre�a, con la sonrisa del pescador de ca�a que aca�ba de sacar una trucha gorda. Hab�a sos�pechado siempre que el an�nimo enfer�mo no era una persona totalmente vulgar y oscura. Mostr� a la se�ora Canella, des�pu�s de dec�rselo, la fotograf�a original; la impresi�n pod�a haber alterado algunos rasgos fison�micos, quiz� hasta causar un error. La se�ora Canella tom� en sus ma�nos la fotograf�a como si tomase ya una parte de su esposo mismo. Canella, sin cuello, con una camisa de alienado, no estaba del todo decente en este retrato, entre policial y terap�utico. Pero su mirada era serena e inocente como la de un ni�o. La fotograf�a de este hombre sin cuello se parec�a extra�amente a las fotograf�as de los ni�os desnudos, de las que el candor excluye toda posible indecen�cia. Era tan visible la felicidad de la se�ora Canella, que el director se abstuvo de preguntarle si se confirmaba en el reconocimiento. Sent�a ya la prisa por producir el encuentro de los dos esposos. El director estaba seguro de que la amnesia del marido iba a desvanecerse, con la pronti�tud con que se deshace un bloque de hie�lo bajo un sol ardiente. El sol del Brasil brillaba en los ojos de la se�ora Canella, como en los mediod�as de Sao Paulo.

XV

La villa Canella, en Verona, albergaba al d�a siguiente a dos esposos felices. Canella hab�a reconocido primero a su espo�sa, m�s tarde su villa, y finalmente, en la biblioteca, su edici�n florentina de Petrarca. De reconocimiento en reconocimiento, sus primeras doce horas en la Villa CaneIla hab�an bastado para restituirlo plenamente a su personalidad de doce a�os an�tes. La se�ora Canella para evitarle una transici�n demasiado brusca, no hab�a advertido su regreso sino a dos parientes �ntimos, que a su vez no hab�an vacilado en reconocerle. En la adopci�n de la persona�lidad, y la esposa de Mario Bruneri, Canella hab�a avanzado con la lentitud del que sube una cuesta cuya gradiente y cuya altura no le son familiares; en su restituci�n a su personalidad y a su esposa propias, avanzaba, en cambio, con la velocidad del que desciende de una monta�a, por cuyos declives ha resbalado una gran parte de su vida. El abrazo de la esposa pazza di amore, borraba de la memoria restaurada de Canella las huellas de todos los abrazos que, en doce a�os, hab�an tratado in�tilmente de alejarlo de su verdadero destino.

XVI

Pero en Tur�n hab�a ahora otra esposa que esperaba: la se�ora Bruneri. Su espera no ten�a la poes�a ni la pasi�n de la es�pera de la se�ora Canella, quiz� por no ser leg�tima ni rom�ntica, acaso porque Tur�n no posee la tradici�n sentimental de Verona. Era la espera del que hace una antesala demasiado larga. La se�ora Bru�neri hab�a visto, como la se�ora Canella, la fotograf�a de su marido en "La Dom�nica del Corriere"; pero, menos pronta y apta para el viaje, se hab�a contentado con es�cribir al director del Manicomio de Colegno, afirm�ndole que el enfermo descono�cido era su esposo, el tip�grafo Mario Bruneri, y adjunt�ndole un peque�o retra�to de �ste.

Sabiendo a su esposo en desgracia, sin memoria otra vez, no pod�a mantener un juicio muy severo sobre su infidelidad y su fuga. Se sent�a impulsada, m�s bien, a la preparaci�n sentimental de la indulgencia y el perd�n. Y, remendaba presurosa y diestra, la ropa blanca del ausente �la noticia de "La Dom�nica del Corriere" dec�a que hab�a sido recogido desnudo en un camino� y algunos rotos recuerdos de los d�as felices de su matrimonio.

La se�ora Bruneri ignoraba que estos d�as felices hab�an retornado para dos esposos de Verona. La ropa blanca estaba ya lista, cuando una carta de Colegno vino a comunic�rselo. El director del Manicomio le escrib�a que el enfermo, curado ya de su amnesia, era el profesor Giulio Canella, de Verona; y que hab�a dejado el establecimiento, para dirigirse a Verona con su esposa. Pero que siendo extraordinario, absoluto, el parecido del profesor Canella con la persona del retrato, el tip�grafo Mario Bruneri, le rogaba trasladarse a Colegno para esclarecer el misterio.

XVII

La polic�a y la psiquiatr�a de la Italia fascista resolvieron, sin demora, que un solo italiano no pod�a ser al mismo tiempo el tip�grafo Bruneri de Tur�n y el profesor Canella de Verona, ni a�n como consecuencia de la guerra, la desvalorizaci�n de cuyos frutos est� legalmente prohibida en Italia, desde la instauraci�n de la dictadura de los camisas negras.25 El profesor Canella fue arrebatado a su villa y a su esposa, ocho d�as despu�s de la reasunci�n de su verdadera personalidad. Algunos t�midos disgustos de su conciencia carducciana, aunque mon�rquica, pod�an autorizar la sospecha de que, secreta e invisiblemente espiado, se le castigaba por sus residuos de demo-burgu�s provinciano, t�citamente incluidos en el nuevo C�digo Penal del Reino, como h�bito subversivo y reprimible. Punici�n que habr�a sido excesiva y desmesurada en el caso del profesor Canella, que si dudaba �ntimamente que pudiese ser un gran estadista quien no hab�a cumplido hasta el bachillerato sus estudios liceales,26 se reprochaba esta duda, desde que la sabia e ilustre Universidad de Bologna impuso a Mussolini27 las insignias del doctorado.

Canella ten�a una confianza tan reposada y ortodoxa en la justicia, la ciencia y el c�digo, que no tem�a de una ni de otro ninguna resoluci�n contraria a su derecho. No se rebel�, pues, contra el vejamen. Su deber era someterse a la indagaci�n de los cuestores y psiquiatras, de la que no podr�a resultar otra cosa que la confirmaci�n de su leg�tima personalidad. Puesto en presencia de la se�ora Bruneri, escuch� con serenidad, casi con cortes�a, sus protestas y sus reproches; pero, levemente ruborizado, rehus� reconocerla como su esposa. Su edad de falso Mario Bruneri estaba cancelada, expulsada de su conciencia, como si el profesor hubiese pasado por ella una esponja, sorprendido de encontrar en una pizarra, reservada ante todo a las conjugaciones y a las desinencias irregulares, una ecuaci�n equivocada. Pero la vista de la se�ora Bruneri le aportaba recuerdos de una existencia irregular que, restituido a su estado legal, le era forzoso rechazar.

Las confrontaciones continuaron. Los funcionarios de polic�a interrogaban diariamente, en presencia de Canella, a todas las personas que pod�an contar algo sobre cualquiera de sus dos existencias. Los testigos de Verona eran pocos y vagos. Hab�an visto a Canella en alg�n instante de los ocho d�as de su reintegraci�n al hogar y hab�an cre�do, exentos de toda sospecha, reconocerlo. Los testigos de Tur�n, en cambio, eran precisos y seguros. No s�lo la se�ora Bruneri identificaba al amn�sico como su marido. Lo identificaba tambi�n, como Mario Bruneri, su ex-amante Julia. Cuestores y m�dicos pensaban que una mujer pod�a enga�arse; pero dos mujeres, �no. Y menos a�n dos mujeres que eran la una esposa, la otra amante. La comedia era demasiado extraordinaria para no merecer los honores de una gran curiosidad y expectaci�n p�blicas, sabiamente excitadas por los peri�dicos. El caso Canela o Bruneri, expuesto en su desarrollo cotidiano, con titulares a seis columnas, por todos los diarios, preocupaba a Italia entera. De la atenci�n p�blica quedaron desalojados la Carta del Trabajo, la batalla del trigo, el problema de la lira, etc. Mussolini mismo se abstuvo de pronunciar en este tiempo un discurso que nadie habr�a escuchado.

XVIII

Contra decisivos testimonios, la se�ora Canella manten�a la duda en la conciencia de los funcionarios. Era imposible decidir, despu�s de haberla o�do, que se equivocaba simplemente. Hab�a en su voz, en su gesto, una convicci�n que s�lo la verdad pod�a consentir. La se�ora Bruneri hablaba con la misma convicci�n. Pero le faltaba el amor, el lirismo que daba su acento a las protestas de la se�ora Canella. Este acento vibraba hasta en los reportajes de la prensa. El escepticismo del p�blico medio, del p�blico ben pensante,28 no se contentaba con esto. El reconocimiento de Mario Bruneri se apoyaba en pruebas mucho m�s s�lidas y numerosas. La certidumbre de una mujer enamorada, no le bastaba para disentir de la impresi�n dominante en las oficinas de polic�a. La situaci�n de la se�ora Canella tend�a a aparecer tr�gicamente rid�cula. El  hombre de Colegno�, como se le llamaba, en la dificultad de darle un nombre cierto, era sin duda, un simulador; la se�ora Canella, una alucinada. Hab�a quienes avanzaban m�s en este juicio: la se�ora Canella, despu�s de ocho d�as de notoria intimidad con un desconocido, no ten�a m�s remedio que simular tambi�n. Pirandello, interrogado por los periodistas, evit� una declaraci�n expl�cita sobre el personaje central; pero, con certera mirada de dramaturgo, descubri� el drama m�s profundo de esta novela pirandelliana e inveros�mil en el drama de Giulia Canella.

Ella, la esposa de Verona, la esposa pazia di amore, estaba en ese grado de lo sublime y lo heroico indiferente al rid�culo. Reporteada por la) prensa, no usaba ninguna reserva prudente. Entregaba desnudo e �ntimo su drama. Apelaba a la opini�n, a Italia, al mundo, contra el veredicto que, por error, pudiesen pronunciar los cuestores. �C�mo pod�a equivocarse ella que hab�a esperado doce a�os al esposo, con el alma llena de recuerdos? �C�mo pod�a equivocarse ella que no s�lo era la esposa del profesor Canella, sino hija de un hermano su yo, criatura de su sangre y de su estirpe? Pero los cuestores de una humanidad exog�mica, no pod�an entender esta raz�n personal, privada, de la se�ora Canela. Su alegato sentimental, su fe comunicativa, los conmov�a; pero exig�an pruebas m�s f�sicas. Y, cuando las pruebas llegaron de Tur�n, no vacilaron ya en emitir su fallo. Las pruebas eran los datos correspondientes a la identidad de Mario Bruneri, en la �poca en que, subrogado por el profesor Canella, hab�a sido perseguido por una estafa. Las impresiones digitales y la cicatriz en la espalda establec�an, de modo inapelable, que el desconocido de Colegno era el tip�grafo Mario Bruneri. Vano habr�a sido todo intento de persuadir a la polic�a y a la ciencia de que Mario Bruneri no era en ese tiempo Mario Bruneri, sino el profesor Giulio Canella. Cuestores y m�dicos habr�an sonre�do piadosamente ante este argumento absurdo.

La polic�a pod�a decidir, oficialmente, que el profesor Giulio Canella era Mario Bruneri; pero no pod�a ya imponerle a la esposa del tip�grafo extinto. El fascismo no ha incorporado en sus c�digos la fidelidad obligatoria. Y velaba, adem�s, para impedirle una coacci�n de este g�nero, la se�ora Canella, m�s fuerte que todos los fascismos del mundo. Despu�s de revisar cuidadosamente las facultades mentales del �hombre de Colegno�, como una parte del p�blico segu�a llam�ndolo, los psiquiatras opinaron que no hab�a causa para remitirlo al manicomio. Era un hombre normal; estaba curado. Y como no existe pena para una simulaci�n de este g�nero, la polic�a carec�a de derecho para mantenerlo preso. Todos los antecedentes del asunto pasaron al tribunal de Tur�n, y Canella �o Bruneri, seg�n la polic�a� qued� en libertad. A la puerta de la questura, lo esperaba en un auto, irreductible, desafiante, Giulia Canella. Se llevaba a Verona, de nuevo, a su marido, que legalmente no era ya su marido. La se�ora Bruneri habr�a podido perseguir, por adulterio, a la pareja. A una se�al suya, la polic�a habr�a seguido a los acusados a Varona. Pero, menos encarnizada e implacable que la polic�a, la se�ora Bruneri prefiri� no hacer esta se�al.

XIX

La villa Canella era un asilo seguro pa�ra el amor conyugal. Durante doce a�os hab�a guardado, inexpugnable, la espe�ranza y la fidelidad de Giulia Canella. Ahora celaba su felicidad dolorosa y ro�m�ntica. Pero si a Giulia Canella le basta�ba su destino de esposa, su marido ten�a que reivindicar, adem�s, su destino de profesor. Mientras la justicia rehusase re-conocerlo como Giulio Canella, no pod�a regresar a sus funciones ni a sus clases; no pod�a siquiera sentirse legalmente esposo de la se�ora Canella. Los doce a�os de sustituci�n de Mario Bruneri, en el uso de su nombre, de su oficio y de su esposa, no hab�an transcurrido en vano. No hab�an sido suficientes para llegar a transformarlo definitivamente en Mario Bruneri; pero se interpon�an hoy entre �l y su antigua personalidad, alegando derechos formalmente irrecusables. Era, sin duda, el profesor Giulio Canella; pero durante doce a�os hab�a sido Mario Bruneri. Y esta segunda existencia, que hab�a registrado sus Huellas digitales en los archivos de la polic�a de Tur�n, no le permit�a continuar su primera existencia sino en sus h�bitos conyugales y dom�sticos. El drama de la se�ora Canella hab�a entrado en su desenlace; el del profesor Canella, comenzaba apenas. Para un profesor de Humanidades, respetuoso de la ley y del orden, la opini�n de los cuestores y psiquiatras es mucho m�s que una opini�n autorizada. El profesor Canella no se pod�a sentir �l mismo, mientras que, legal y jur�dicamente, siguiese siendo Mario Bruneri. El juicio del Estado, del p�blico, de la sociedad, era el juicio de la historia. Hist�ricamente, �l no era el profesor Canella, en leg�tima posesi�n de su mujer, de su villa y de su biblioteca, exonerado s�lo de su c�tedra; era el fip�grafo Mario Bruneri, en il�cito goce de todas estas cosas. Era un esposo ad�ltero, de imprescriptibles antecedentes penales, amante de una viuda que lo manten�a. Rom�ntica, la se�ora Canella se contentaba con la verdad subjetiva de su amor cl�sico. �Qu� pod�a importarle el juicio del, mundo y de la ley? Ten�a a su lado a su esposo, despu�s de doce a�os de espera. Lo ten�a, despu�s de ha�berlo disputado a otra mujer, a la justi�cia, a sus pretores, m�dicos y alguaciles. El profesor Canella, en cambio, necesitaba absolutamente una verdad objetiva, acordada con la ley, digna de sus cole�gas. La se�ora Canella pod�a vivir s�lo para su amor; el profesor Canella, no. Acad�mico, ortodoxo en todas sus opi�niones, cre�a que el amor no encuentra su orden y su expresi�n sino en el ma�trimonio. En su caso, exist�a el amor; pero, legalmente, faltaba el matrimonio. Toda su vida no deb�a transcurrir dentro de los muros de la villa Canella. Tanto como la vida de un hombre casado, era la vida de un profesor de segunda ense��anza. Su mujer lo hab�a reconocido sin excitaci�n desde el primer momento; pero sus colegas, coartados por la opini�n de la justicia y del "Corriere della Sera", hab�an rehusado reconocerlo. Algunos, privadamente, hab�an reanudado su amistad con �l; todos, p�blicamente, estaban obligados a ignorarlo, mientras pesase sobre �l la extra�a interdicci�n que le hab�an ocasionado sus impresiones digitales, registradas en Tur�n, a consecuencia de un error del detall del regimiento X, como las de Mario Bruneri.

XX

La se�ora Canella se estim� generosa�mente recompensada por sus dolores, al dar a luz una ni�a. �Cu�l ser� el nombre de esta ni�a? �se preguntaba la murmu�raci�n, sol�citamente informada de este suceso, en todas las esquinas� �Bruneri o Canella? Desde su lecho, la se�ora Ca�nella adivin� esta curiosidad callejera y decidi� darle respuesta por la prensa. Era necesario que Italia entera, que conoc�a su drama, conociese ahora su ventura. Te�n�a razones �nicas para dirigirse a su pue�blo, como una reina, anunci�ndoles su maternidad.

Lo hizo en esta carta, que la prensa ca�lific� de vibrante:

"Proclamo con el m�s grande orgullo, aunque sea due�a de m� misma y no ten�ga la obligaci�n de dar satisfacci�n de mis actos a nadie, que he ofrecido hoy a mi segunda Patria adorada una nueva hija del dolor, una hija del martirio, una hija de una madre probada en las formas m�s crueles por una serie de desventuras, soportadas siempre con cristiana resignaci�n; de una madre, que durante 12 a�os vivi� y se mantuvo fiel al esposo lejano, con la esperanza de que el padre de sus hijos volver�a en el coraz�n, conserv�ndose pura, hasta con el pensamiento, para el esposo que Dios le hab�a dado y que regres� a sus brazos perfectamente, �ntegramente suyo, digan lo que digan todos aquellos que en buena o mala fe se lo disputan, ciegos por sus teor�as que se desvanecen como la niebla al sol ante una, no dir� convicci�n absoluta sino absoluta certeza".

"Estoy segura, en mi perfecta integridad moral y f�sica, de que mi criatura es hija del h�roe de Monastir, de mi Giulio, que ha sacrificado a la m�s grande Italia, su posici�n y su salud y que Dios me ha restituido pobre, con la traza de largos sufrimientos. Es hija de Giulio Canella, a quien los hombres quieren arrancarme no s� por qu� raz�n, pero que yo sostendr� con la ayuda de Dios, del Dios de los justos y de los buenos, hasta la �ltima gota de mi sangre".

"Vendr� un d�a en el cual aquellos que hoy me estorban y contrastan ser�n des�lumbrados por la luz de la verdad, esa verdad que no puede dejar de venir. En�tonces yo preguntar� a las almas equili�bradas, a los que serenamente razonan, qui�nes fueron los sugestionados: si yo con mis leales sostenedores o los adver�sarios que con tanto (inexplicable) encar�nizamiento nos persegu�an".

"Hoy que una nueva maternidad da nuevas palpitaciones a mi coraz�n pido a todas las madres una plegaria, pido a los hombres de coraz�n justicia serena y a cuantos han hecho girones, no s�lo de mi coraz�n, sino tambi�n de mi honor, a cuantos sobre mi vida intachable han salpicado el fango de la infame calumnia, a cuantos se han divertido a expensas de mi martirio, me han vilipendiado y ul�trajado hasta delante de la cuna de mi angelito: no puedo sino enviarles la palabra de perd�n. Que Dios les d� senti�mientos m�s humanos. � Giulia Canella".

La ortograf�a, la gram�tica de esta carta eran, en algunos retoques, del profesor Canella, a quien finalmente le era dado emplear en alg�n trabajo su autoridad magistral, literaria; pero el impulso la emoci�n y el texto eran de la pu�rpera, que loca de amor segu�a representando, con estilo de gran tr�gica italiana, su papel de protagonista del m�s pirandelliano e inveros�mil romance de amor contempor�neo.

XXI

El tribunal de Tur�n no quiso dar la impresi�n de conmoverse. Se hab�a formado juicio inapelable sobre la cuesti�n. Fiel al positivismo de su tradici�n, se aten�a a las pruebas f�sicas, a los testimonios m�ltiples. El �hombre de Colegno� era el mismo a quien correspond�an las impresiones dactilosc�picas, registradas en la questura de Mil�n. Era, pues, Mario Bruneri.

El profesor Canella recibi�, abruma- do, la comunicaci�n del auto emitido por el Tribunal. El alguacil portador de este papel, hab�a preguntado a la criada: ��Vive aqu� Mario Bruneri?� Dignamente la criada hab�a respondido que no. Habr�a sido dif�cil que se entendieran, si los alguaciles no tuviesen pr�ctica en cumplir siempre su encargo, sin comprometer la forma legal. La comunicaci�n era para la persona que hab�a estado en el Manicomio de Colegno y que resid�a en esa casa.

La se�ora Canella no supo, por el momento, nada de este auto. En atenci�n a su estado, le fue ahorrada esta impresi�n. Precauci�n in�til, porque un fallo adverso del tribunal de Tur�n, ahora que se sent�a victoriosa, no la hubiera arredrado m�nimamente. Quedaba el recurso de apelaci�n. Lo ganar�a. Y aun si lo perdiese, �qu� importar�a? Defender�a su felicidad, contra los tribunales.

Los razonamientos de su marido eran diversos. Empezaba a pensar que en doce a�os hab�a perdido, quiz�, el derecho a volver a ser el profesor Canella. Con la copia del auto en las manos, desfallecido, se sent�a casi Mario Bruneri. Esta parte de su pasado era la que hab�a dejado m�s huellas en el mundo y en �l mismo.

 

 


NOTAS:

1 Sigfrido y el limosino, o habitante de Limo�ges, ciudad de Francia.

2 El malec�n de Orsay, en Par�s, donde se halla el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia. Por extensi�n, se aplica el nombre al mismo Ministerio.

3 De la escuela de Jos� Carducci. (Ver el Indice Onom�stico).

4 Sarajevo, peque�a, ciudad de la antigua Servia, hoy Yugoeslavia, donde se dio muerte, el 28 de Junio de 1914, al Archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa, motivando as� el desencadenamiento de la I Guerra Mundial.

5 Referencia a los a�os de comienzo de siglo; en 1906 se produjo un incidente diplom�tico en Agadir, puerto de Marruecos, por la intervenci�n antifrancesa del entonces Kaiser de Alemania, Guillermo II.

6 Sosias o doble f�sico, reproducci�n exacta de una persona en otra.

7 Etapa hist�rico-cultural italiana correspon�diente a mediados del siglo XIX, y que se ca�racteriza por aspirar a la constituci�n de una Italia liberal, unida pol�ticamente.

8 Camilo Benso, Conde de Cavour, uno de los propulsores de la unificaci�n italiana. (Ver el I. O.).

9 Diario socialista franc�s, que luego se convir�ti� en vocero del Partido Comunista de ese pa�s.

10 De Giovanni Giolitti. (Ver I. O.).

11 De John Ruskin. (Ver I. O.).

12 Nombre de un poema del escritor ingl�s Lord Byron.

13 El detall es la oficina del regimiento.

14 Hombre de bien, caballero.

15 El Sr. Trouhadec, tomado por el libertinaje.

16 �Desclasado�, inubicable en una clase social.

17 Loca por amor.

18 La Constituci�n del Carnaro se llam� a la Constituci�n que el poeta D'Annunzio dict� para la ciudad de Fiume.

19 El diario de los fascistas italianos.

20 Los haces de lucha. Nombre que Mussolini daba a los grupos de bandoleros encargados de aterrorizar a la oposici�n.

21 Oficina de Polic�a.

22 Ver el ensayo de J. C. Mari�tegui, sobre Pettoruti, en El Artista y la Epoca.

23 Ver, en El Artista y la Epoca la serie de en�sayos del autor, en torno a la vida y obra de Panait Istrati.

24 Prueba o examen que se hace de una perso�na o cosa.

25 La camisa negra era el uniforme de los fascistas de Mussolini.

26 De Liceo, instituci�n educacional para la Secundaria o media.

27 Ver �Biolog�a o el Fascismo�, en La Escena Contempor�nea.

28 Bien pensante, la opini�n burguesa corriente.