OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ARTISTA Y LA EPOCA

 

  

LAS MEMORIAS DE ISADORA DUNCAN1

 

La Duncan es una de las mujeres de cuya biograf�a el historiador de la Decadencia de Occidente, entendida o no seg�n la f�rmula tudesca de Spengler, dif�cilmente podr�a prescindir. Las danzas y, sobre todo, la novela de Isadora Duncan, constituyen uno de los m�s espec�ficos y grandiosos espect�culos finiseculares de la �poca. En el p�rtico del 900, la figura de Isadora Duncan tiene, quiz�s, la misma significaci�n que la de Lord Byron en el umbral del siglo pasado. El rol de Isadora, en la iniciaci�n de este siglo, es un rol byroniano. Lord Byron es el hijo de la aristocracia, que al servir bizarramente la causa de la libertad y del individualismo, abandona los rangos y la regla de su clase. Isadora Duncan es la hija de la burgues�a, partida en guerra contra todo lo burgu�s, que combina el ideal de la rebeli�n con los gustos del decadentismo. Cl�sicos y paganos los dos en sus admiraciones, una actitud com�n los identifica: su romanticismo. El caso de Lord Byron no pod�a repetirse exactamente, sin m�s diferencias que las de tiempo y lugar. El byronismo necesitaba en el 900 una expresi�n femenina. S�lo en una mujer era posible que lograse plenamente su acento novecentista. Isadora Duncan, burguesa de San Francisco, no es menos l�gica hist�ricamente que Lord Byron, arist�crata de Londres, como esp�cimen de romanticismo protestatario y escandaloso. Ten�a que ser Norteam�rica, exultante de juventud y de creaci�n, un poco �spera y b�rbara todav�a, la que diese a Europa est� artista lib�rrima, enamorada por contraste de la H�lade. Europa era ya demasiado vieja: y esc�ptica, en los d�as de la Exposici�n Universal de Par�s, para inspirarse en los vasos griegos del Museo Brit�nico y del Louvre, con la misma religiosidad que Isadora y Raymundo Duncan, llegados de San Francisco, y en quienes alen�taba a�n algo del impulso de los colonizadores y algo de la desesperaci�n de los buscadores de oro. Ninguna europea contempor�nea de la Du�quesa de Guermantes ni de Eglantina2 habr�a po�dido tomar, tan apasionadamente, en serio la dan�za griega y concebir tan m�sticamente el ideal de su resurrecci�n. D'Annunzio mismo, en la reconstrucci�n arqueol�gica, no ha pasado de la ret�rica, entre los contempor�neos de la Duncan y su hermano. En el arte y la vida de la Dun�can, la cultura y la ciencia son de Europa, pero el impulso y la pasi�n son de Am�rica.

Isadora, en su autobiograf�a, no s�lo sabe con�tarnos los episodios de su existencia aventurera y magn�fica, sino tambi�n definirse con pene�traci�n muy superior a la de la generalidad de sus cr�ticos y retratistas. Los que ve�an exclu�sivamente decadentismo o clasicismo en la artis�ta, sensualidad y lib�dine en la mujer, se equi�vocaban. Isadora Duncan no desment�a su ori�gen y su formaci�n norteamericana. Era de la estirpe de Walt Withman, Una descendiente le�g�tima del esp�ritu puritano y pionner. Deb�a a su sangre irlandesa, la pasi�n y el sentimiento art�sticos; pero deb�a a sus ra�ces puritanas su sentido religioso e intelectual del arte. �Yo era todav�a �escribe� un producto del puritanis�mo americano, no s� si por la sangre de mi abue�lo y de mi abuela que, en 1849, hab�an cruzado las llanuras sobre un carromato de campesinos, abri�ndose camino a trav�s de los bosques v�r�genes, por las Monta�as Rocosas y las planicies quemadas por el sol, huyendo de las hordas hos�tiles de indios o luchando con ellas, o por la san�gre escocesa de mi padre, o por cualquier otra cosa. La tierra de Am�rica me hab�a confeccio�nado como ella confecciona a la mayor�a de sus hijos: hab�a hecho de m� una puritana, una m�s�tica, un ser que lucha por la expresi�n heroica y no por la expresi�n sensual. La mayor�a de los artistas americanos son, a mi juicio, de la misma vena. Walt Withman, cuya literatura ha sufrido prohibiciones y calificaciones de indeseable, y que ha cantado los goces corporales es, en el fondo, un puritano, y lo mismo sucede con la mayor�a de nuestros escritores, escultores y pintores�. Ninguna de las contradicciones aparentes de que est� hecha la biograf�a de la Duncan debe, por esto, sorprendernos. Isadora Duncan, como George Sand, pretende que en el amor tend�a por naturaleza y convicci�n a la fidelidad. La rom�ntica dejar�a de ser rom�ntica si no pensase de este modo; y dejar�a tambi�n de ser rom�ntica si practicase la fidelidad hasta sacrificarle su libertad de movimiento, de inspiraci�n y de fantas�a. Partidaria del amor libre desde los doce a�os, virgen hasta los veinte, Isadora Duncan es siempre esencialmente la misma. Y, en lo art�stico, ninguna latina �francesa o italiana� habr�a podido efectuar su aprendizaje de la danza con un desprecio tan profundo de la coreograf�a profesional, y una rebeld�a tan radical contra sus estilos y escuelas; ninguna habr�a hecho de Rousseau, Withman y Nietzsche sus maestros de baile. Su naturaleza positiva, su educaci�n cl�sica, su sentido del orden, se lo habr�an impedido. Porque, contra el prejuicio corriente, el saj�n es m�s rom�ntico y aventurero que el latino y est� siempre m�s propenso a la locura y al exceso. No hay imagen m�s falsa que la del anglosaj�n o la del alem�n invariablemente fr�o y pr�ctico. Ilya Ehrenburg estaba en lo justo cuando declaraba a Alemania m�s excesiva y dionis�aca que a Francia, ordenadora y dom�stica, fiel a la medida y al ahorro. Yo he sacado la misma conclusi�n de mi experiencia en ambos pa�ses. Y me explico el que Isadora obtuviese sus primeros delirantes triunfos en Berl�n, en Munich y en Viena.

Su victoria en Francia no pod�a ser tan extrema, instant�nea y fren�tica, Francia �Par�s mejor dicho� lleg� a amarla, pero con precauci�n y mesura. Y, acaso, por esto, la conquist� m�s. Por esto, o porque el universalismo de Par�s y de la cultura francesa conven�a m�s a la exhibici�n de Isadora que el regionalismo o el racismo de Inglaterra, siempre algo insular, y de Alemania, siempre algo abstrusa. En torno de estas cosas, las observaciones de Isadora Duncan son generalmente exactas. Por ejemplo, �sta: �Se podr�a decir que toda la educaci�n americana tiende a reducir los sentidos casi a la nada. El verdadero americano no es un buscador de oro o un amante del dinero, como cree la leyenda, sino un idealista y un m�stico. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que los americanos carezcan de sentidos. Por el contrario, el anglosaj�n en general y el americano en particular, por su sangre celta, es en los momentos cr�ticos m�s ardiente que el italiano, m�s sensual que el franc�s, m�s capaz de excesos desesperados que el ruso; pero la costumbre que ha creado su educaci�n ha encerrado a su temperamento en un muro de acero, fr�o por fuera, y esas crisis no se producen sino cuando un incidente extraordinario rompe la monoton�a de su vida�.

La vida de la Duncan nos explica bien su arte, su esp�ritu y su fuerza. La pobreza que sufri� en la infancia, por el divorcio de sus padres, despert� y educ� sus cualidades de luchadora. El bienestar y el confort habr�an sido contrarios al surgimiento caudaloso y avasallador de su ambici�n. La Duncan es, sin duda, absolutamente sincera y acertada en estas palabras: �Cuando oigo a los padres de familia que trabajan para dejar una herencia a sus hijos me pregunto si se dar�n cuenta de que, por ese ca- mino, contribuyen a sofocar el esp�ritu de aventura de sus v�stagos. Cada d�lar que les dejan, aumenta su debilidad. La mejor herencia consiste en dar a los ni�os la mayor libertad para desenvolverse a s� mismos�.

Las memorias de la Duncan no alcanzan sino hasta 1921. Terminan con su partida a Rusia. La Duncan hab�a querido continuarlas en un volumen sobre sus dos a�os de experiencia en la Rusia bolchevique. Su arte y su vida hab�an sido siempre una protesta contra el gusto y la raz�n burguesas. �Con mi t�nica roja �escribe ella� he bailado constantemente la revoluci�n y he llamado a las armas a los oprimidos�. Prerrafaelista, helenizante, decadente, en las varias estaciones de su arte, Isadora Duncan obedec�a en su creaci�n a un permanente impulso revolucionario. Fue uno de los m�s activos excitantes de la imaginaci�n de una sociedad industrial y burguesa. Y las limitaciones, la mediocridad, la resistencia que encontraba en esta sociedad, la incitaban incesantemente a la rebeli�n y a la protesta.

 


NOTAS:

1 Publicado en Variedades: Lima, 17 de Julio de 1929. Reproducido en Repertorio Americano: T. XIX, N� 14. San Jos� de Costa Rica, 12 de Octubre de 1929.

2 Personajes de Marcel Proust en su obra En busca del tiempo perdido.