OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

7 ENSAYOS DE INTERPRETACI�N DE LA REALIDAD PERUANA

 

EL PROCESO DE LA LITERATURA

 

I. TESTIMONIO DE PARTE


La palabra proceso tiene en este caso su acepci�n judicial. No escondo ning�n prop�sito de participar en la elaboraci�n de la historia de la literatura peruana. Me propongo, s�lo, aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto. Me parece que en este proceso se ha o�do hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y que es tiempo de que se oiga tambi�n testimonios de acusaci�n. Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de parte. Todo cr�tico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misi�n. Contra lo que baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es m�s antit�tico que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misi�n ante el pasado, parece ser la de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni me excuso por su parcialidad. Piero Gobetti, uno de los esp�ritus con quienes siento m�s amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables ensayos: "El verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean los resultados, no la admiraci�n de los resultados intelectual�sticamente contemplados a priori. El realista sabe que la historia es un reformismo, pero tambi�n que el proceso reform�stico, en vez de reducirse a una diplomacia de iniciados, es producto de los individuos en cuanto operen como revolucionarios, a trav�s de netas afirmaciones de contrastantes exigencias" (1).

Mi cr�tica renuncia a ser imparcial o agn�stica, si la verdadera cr�tica puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda cr�tica obedece a preocupaciones de fil�sofo, de pol�tico, o de moralista. Croce ha demostrado l�cidamente que la propia cr�tica impresionista o hedonista de Jules Lemaitre, que se supon�a exenta de todo sentido filos�fico, no se sustra�a m�s que la de Saint Beuve, al pensamiento, a la filosof�a de su tiempo (2).

El esp�ritu del hombre es indivisible; y yo no me duelo de esta fatalidad, sino, por el contrario, la reconozco como una necesidad de plenitud y coherencia. Declaro, sin escr�pulo, que traigo a la ex�gesis literaria todas mis pasiones e ideas pol�ticas, aunque, dado el descr�dito y degeneraci�n de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la pol�tica en m� es filosof�a y religi�n.

Pero esto no quiere decir que considere el fen�meno literario o art�stico desde puntos de vista extraest�ticos, sino que mi concepci�n est�tica se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, pol�ticas y religiosas, y que, sin dejar de ser concepci�n estrictamente est�tica, no puede operar independiente o diversamente.

Riva Ag�ero enjuici� la literatura con evidente criterio "civilista". Su ensayo sobre "el car�cter de la literatura del Per� independiente" (3) est� en todas sus partes, inequ�vocamente transido no s�lo de conceptos pol�ticos sino aun de sentimientos de casta. Es simult�neamente una pieza de historiograf�a literaria y de reivindicaci�n pol�tica.

El esp�ritu de casta de los encomenderos coloniales, inspira sus esenciales proposiciones cr�ticas que casi invariablemente se resuelven en espa�olismo, colonialismo, aristocratismo. Riva Ag�ero no prescinde de sus preocupaciones pol�ticas y sociales, sino en la medida en que juzga la literatura con normas de preceptista, de acad�mico, de erudito; y entonces su prescindencia es s�lo aparente porque, sin duda, nunca se mueve m�s ordenadamente su esp�ritu dentro de la �rbita escol�stica y conservadora. Ni disimula demasiado Riva Ag�ero el fondo pol�tico de su cr�tica, al mezclar a sus valoraciones literarias consideraciones antihist�ricas respecto al presunto error en que incurrieron los fundadores de la independencia prefiriendo la rep�blica a la monarqu�a, y vehementes impugnaciones de la tendencia a oponer a los olig�rquicos partidos tradicionales, partidos de principios, por el temor de que provoquen combates sectarios y antagonismos sociales. Pero Riva Ag�ero no pod�a confesar expl�citamente la trama pol�tica de su ex�gesis: primero, porque s�lo posteriormente a los d�as de su obra, hemos aprendido a ahorrarnos muchos disimulos evidentes e in�tiles; segundo, porque condici�n de predominio de su clase la aristocracia "encomendera" era, precisamente, la adopci�n formal de los principios e instituciones de otra clase -la burgues�a liberal- y, aunque se sintiese �ntimamente mon�rquica, espa�ola y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba conciliar anfibol�gicamente su sentimiento reaccionario con la pr�ctica de una pol�tica republicana y capitalista y el respeto de una constituci�n demo-burguesa.

Concluida la �poca de incontestada autoridad "civilista" en la vida intelectual del Per�, la tabla de valores establecida por Riva Ag�ero ha pasado a revisi�n con todas las piezas filiares y anexa (4). Por mi parte, a su inconfesa parcialidad "civilista" o colonialista enfrento mi expl�cita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura ni equidad de �rbitro: declaro mi pasi�n y mi beligerancia de opositor. Los arbitrajes, las conciliaciones se act�an en la historia, y a condici�n de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.

 

II. LA LITERATURA DE LA COLONIA


Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La literatura espa�ola, como la italiana y la francesa, comienzan con los primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. S�lo a partir de la producci�n de obras propiamente art�sticas, de m�ritos perdurables, en espa�ol, italiano y franc�s, aparecen respectivamente las literaturas espa�ola, italiana y francesa. La diferenciaci�n de estas lenguas del lat�n no estaba a�n acabada, y del lat�n se derivaban directamente todas ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, hist�ricamente, con el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcaci�n de los confines generales de una literatura.

El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia de Occidente, con la afirmaci�n pol�tica de la idea nacional. Forma parte del movimiento que, a trav�s de la Reforma y el Renacimiento, cre� los factores ideol�gicos y espirituales de la revoluci�n liberal y del orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el Medioevo por el lat�n y el Papado, se rompi� a causa de la corriente nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualizaci�n nacional de las literaturas. El "nacionalismo" en la historiograf�a literaria, es por tanto un fen�meno de la m�s pura raigambre pol�tica, extra�o a la concepci�n est�tica del arte. Tiene su m�s vigorosa definici�n en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva profundamente la cr�tica y la historiograf�a literarias. Francesco de Sanctis autor de la justamente c�lebre Storia della letteratura italiana, de la cual Bruneti�re escrib�a con fervorosa admiraci�n, "esta historia de la literatura italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no leer" considera caracter�stico de la cr�tica ochocentista "quel pregio de la nazionalit�, tanto stimato dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calder�n, nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano" (5).

La literatura nacional es en el Per�, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiaci�n espa�ola. Es una literatura escrita, pensada y sentida en espa�ol, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia ind�gena sea en algunos casos m�s o menos palmaria e intensa. La civilizaci�n aut�ctona no lleg� a la escritura y, por ende, no lleg� propia y estrictamente a la literatura, o m�s bien, �sta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las representaciones coreogr�fico-teatrales. La escritura y la gram�tica quechuas son en su origen obra espa�ola y los escritos quechuas pertenecen totalmente a literatos biling�es como El Lunarejo, hasta la aparici�n de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucu�pac Munashcan (6). La lengua castellana, m�s o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo de definici�n a�n no ha concluido.

En la historiograf�a literaria, el concepto de literatura nacional del mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No traduce una realidad mensurable e id�ntica. Como toda sistematizaci�n, no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (La naci�n misma es una abstracci�n, una alegor�a, un mito, que no corresponde a una realidad constante y precisa, cient�ficamente determinable). Remarcando el car�cter de excepci�n de la literatura hebrea, De Sanctis constata lo siguiente: "Verdaderamente una literatura del todo nacional es una quimera. Tendr�a ella por condici�n un pueblo perfectamente aislado como se dice que es la China (aunque tambi�n en la China han penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginaci�n y aquel estilo que se llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino m�s bien es del septentri�n y de todas las literaturas barb�ricas y nacientes. La poes�a griega ten�a de la asi�tica, y la latina de la griega y la italiana de la griega y la latina" (7).

El dualismo quechua-espa�ol del Per�, no resuelto a�n, hace de la literatura nacional un caso de excepci�n que no es posible estudiar con el m�todo v�lido para las literaturas org�nicamente nacionales, nacidas y crecidas sin la intervenci�n de una conquista. Nuestro caso es diverso del de aquellos pueblos de Am�rica, donde la misma dualidad no existe, o existe en t�rminos inocuos. La individualidad de la literatura argentina, por ejemplo, est� en estricto acuerdo con una definici�n vigorosa de la personalidad nacional.

La primera etapa de la literatura peruana no pod�a eludir la suerte que le impon�a su origen. La literatura de los espa�oles de la Colonia no es peruana; es espa�ola. Claro est� que no por estar escrita en idioma espa�ol, sino por haber sido concebida con esp�ritu y sentimiento espa�oles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. G�lvez, hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como cr�tico que "la �poca de la Colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura espa�ola y especialmente la gong�rica de la que tomaron s�lo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la comprensi�n ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que sinti� la naturaleza y a Caviedes que fue personal�simo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Sold�n" (8).

Las dos excepciones, mucho m�s la primera que la segunda, son incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos culturas. Pero Garcilaso es m�s inka que conquistador, m�s quechua que espa�ol. Es, tambi�n, un caso de excepci�n. Y en esto residen precisamente su individualidad y su grandeza.

Garcilaso naci� del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos razas, la conquistadora y la ind�gena. Es, hist�ricamente, el primer "peruano", si entendemos la "peruanidad" como una formaci�n social, determinada por la conquista y la colonizaci�n espa�olas. Garcilaso llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el primer peruano, sin dejar de ser espa�ol. Su obra, bajo su aspecto hist�rico-est�tico, pertenece a la �pica espa�ola. Es inseparable de la m�xima epopeya de Espa�a: el descubrimiento y conquista de Am�rica.

Colonial, espa�ola, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta por los g�neros y asuntos de su primera �poca. La infancia de toda literatura, normalmente desarrollada, es la l�rica (9). La literatura oral ind�gena obedeci�, como todas, esta ley. La Conquista trasplant� al Per�, con el idioma espa�ol, una literatura ya evolucionada, que continu� en la Colonia su propia trayectoria. Los espa�oles trajeron un g�nero narrativo bien desarrollado que del poema �pico avanzaba ya a la novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no est� muy desprovisto de raz�n Ortega y Gasset cuando registra la decadencia de la novela. La novela renacer�, sin duda, como arte realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato proletario, en cuanto expresi�n de la epopeya revolucionaria, tiene m�s de �pica que de novela propiamente dicha. La �pica medioeval, que deca�a en Europa en la �poca de la Conquista, encontraba aqu� los elementos y est�mulos de un renacimiento. El conquistador pod�a sentir y expresar �picamente la Conquista. La obra de Garcilaso est�, sin duda, entre la �pica y la historia. La �pica, como observa muy bien De Sanctis, pertenece a los tiempos de lo maravilloso (10). La mejor prueba de la irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en que, despu�s de Garcilaso, no ofrece ninguna original creaci�n �pica. La tem�tica de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de los literatos de Espa�a, y siendo repetici�n o continuaci�n de �sta, se manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial se compone casi exclusivamente de t�tulos que a leguas acusan el eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores. Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento m�s personal es, en efecto, el de Caviedes, que anuncia el gusto lime�o por el tono festivo y burl�n. El Lunarejo, no obstante su sangre ind�gena, sobresali� s�lo como gongorista, esto es en una actitud caracter�stica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento, lleg� al barroquismo y al culteranismo. El Apolog�tico en favor de G�ngora desde este punto de vista, est� dentro de la literatura espa�ola.

 

III. EL COLONIALISMO SUP�RSTITE


Nuestra literatura no cesa de ser espa�ola en la fecha de la fundaci�n de la Rep�blica. Sigue si�ndolo por muchos a�os, ya en uno, ya en otro trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metr�poli. En todo caso, si no espa�ola, hay que llamarla por luengos a�os, literatura colonial.

Por el car�cter de excepci�n de la literatura peruana, su estudio no se acomoda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo, de antiguo, medioeval y moderno, de poes�a popular y literaria, etc. Y no intentar� sistematizar este estudio conforme la clasificaci�n marxista en literatura feudal o aristocr�tica, burguesa y proletaria. Para no agravar la impresi�n de que mi alegato est� organizado seg�n un esquema pol�tico o clasista y conformarlo m�s bien a un sistema de cr�tica e historia art�stica, puedo construirlo con otro andamiaje, sin que esto implique otra cosa que un m�todo de explicaci�n y ordenaci�n, y por ning�n motivo una teor�a que prejuzgue e inspire la interpretaci�n de obras y autores.

Una teor�a moderna literaria, no sociol�gica sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en �l tres per�odos: un per�odo colonial, un per�odo cosmopolita, un per�odo nacional. Durante el primer per�odo un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo per�odo, asimila simult�neamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresi�n bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prev� m�s esta teor�a de la literatura. Pero no nos hace falta, por el momento, un sistema m�s amplio.

El ciclo colonial se presenta en la literatura peruana muy preciso y muy claro. Nuestra literatura no s�lo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a Espa�a; lo es, sobre todo, por su subordinaci�n a los residuos espirituales y materiales de la Colonia. Don Felipe Pardo, a quien G�lvez arbitrariamente considera como uno de los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la Rep�blica y sus instituciones por simple sentimiento aristocr�tico; las repudiaba, m�s bien, por sentimiento godo. Toda la inspiraci�n de su s�tira asaz mediocre por lo dem�s procede de su mal humor de corregidor o de "encomendero" a quien una revoluci�n ha igualado, en la teor�a si no en el hecho, con los mestizos y los ind�genas. Todas las ra�ces de su burla est�n en su instinto de casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente peruano sino el de un hombre que se siente espa�ol en un pa�s conquistado por Espa�a para los descendientes de sus capitanes y de sus bachilleres.

Este mismo esp�ritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generaci�n "col�nida" que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a Gonz�lez Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos literatos m�s liberados de espa�olismo.

�Qu� cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la nostalgia de la Colonia? No por cierto �nicamente el pasadismo individual de los literatos. La raz�n es otra. Para descubrirla hay que sondear en un mundo m�s complejo que el que abarca regularmente la mirada del cr�tico.

La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su substratum econ�mico y pol�tico. En un pa�s dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del Virreinato, nada era m�s natural, por consi-guiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del Virreinato. Los mediocres literatos de una rep�blica que se sent�a heredera de la Conquista no pod�an hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones virreinales. �nicamente los temperamentos superiores -precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las cosas por venir- eran capaces de sustraerse a esta fatalidad hist�rica, demasiado imperiosa para los clientes de la clase latifundista.

La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y colonialista provienen de su falta de ra�ces. La vida, como lo afirmaba Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradici�n, de una historia, de un pueblo. Y en el Per� la literatura no ha brotado de la tradici�n, de la historia, del pueblo ind�genas. Naci� de una importaci�n de literatura espa�ola; se nutri� luego de la imitaci�n de la misma literatura. Un enfermo cord�n umbilical la ha mantenido unida a la metr�poli.

Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de cl�rigos y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal trasegados de los biznietos de los mismos oidores y cl�rigos, durante la Rep�blica.

La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raqu�ticas evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extra�a al pasado inkaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginaci�n para reconstruirlo. A su histori�grafo Riva Ag�ero esto le ha parecido muy l�gico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Ag�ero se ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicci�n el juicio de un escritor de la metr�poli. "Los sucesos del Imperio Incaico escribe seg�n el muy exacto decir de un famoso cr�tico (Men�ndez Pelayo) nos interesan tanto como pudieran interesar a los espa�oles de hoy las historias y consejas de los Turdetanos y Carpetanos". Y en las conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y trata de hacer vivir po�ticamente las civilizaciones quechua y azteca, y las ideas y los sentimientos de los abor�genes, me parece el m�s estrecho e infecundo. No debe llam�rsele americanismo sino exotismo. Ya lo han dicho Men�ndez Pelayo, Rubio y Juan Valera; aquellas civilizaciones o semicivilizaciones murieron, se extinguieron, y no hay modo de reanudar su tradici�n, puesto que no dejaron literatura. Para los criollos de raza espa�ola, son extranjeras y peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son tambi�n para los mestizos y los indios cultos, porque la educaci�n que han recibido los ha europeizado por completo. Ninguno de ellos se encuentra en la situaci�n de Garcilaso de la Vega". En opini�n de Riva Ag�ero -opini�n caracter�stica de un descendiente de la Conquista, de un heredero de la Colonia, para quien constituyen art�culos de fe los juicios de los eruditos de la Corte-, "recursos mucho m�s abundantes ofrecen las expediciones espa�olas del XVI y las aventuras de la Conquista" (11).

Adulta ya la Rep�blica, nuestros literatos no han logrado sentir el Per� sino como una colonia de Espa�a. A Espa�a part�a, en pos no s�lo de modelos sino tambi�n de temas, su imaginaci�n domesticada. Ejemplo: la Eleg�a a la muerte de Alfonso XII de Luis Benjam�n Cisneros, que fue sin embargo, dentro de la desva�da y ramplona tropa rom�ntica, uno de los esp�ritus m�s liberales y ochocentistas.

El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de formaci�n de un Per� integral, de un Per� nuevo. Entre el Inkario y la Colonia, ha optado por la Colonia. El Per� nuevo era una nebulosa. S�lo el Inkario y la Colonia exist�an neta y definidamente. Y entre la balbuceante literatura peruana y el Inkario y el indio se interpon�a, separ�ndolos e incomunic�ndolos, la Conquista.

Destruida la civilizaci�n inkaica por Espa�a, constituido el nuevo Estado sin el indio y contra el indio, sometida la raza aborigen a la servidumbre, la literatura peruana ten�a que ser criolla, coste�a, en la proporci�n en que dejara de ser espa�ola. No pudo por esto, surgir en el Per� una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el ind�gena no hab�a producido en el Per� un tipo m�s o menos homog�neo. A la sangre ibera y quechua se hab�a mezclado un copioso torrente de sangre africana. M�s tarde la importaci�n de culis deb�a a�adir a esta mezcla un poco de sangre asi�tica. Por ende, no hab�a un tipo sino diversos tipos de criollos, de mestizos. La funci�n de tan dis�miles elementos �tnicos se cumpl�a, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no pod�a imprimir en el blando producto de esta experiencia sociol�gica un fuerte sello individual.

Era fatal que lo heter�clito y lo abigarrado de nuestra composici�n �tnica trascendiera a nuestro proceso literario. El orto de la literatura peruana no pod�a semejarse, por ejemplo, al de la literatura argentina. En la rep�blica del sur, el cruzamiento del europeo y del ind�gena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. Consiguientemente la literatura argentina que es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene tal vez m�s personalidad est� permeada de sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extra�do del estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Mart�n Fierro, Anastasio el Pollo, antes que en la imaginaci�n art�stica, vivieron en la imaginaci�n popular. Hoy mismo la literatura argentina, abierta a las m�s modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su esp�ritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altamente. Los m�s ultra�stas poetas de la nueva generaci�n se declaran descendientes del gaucho Mart�n Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los m�s saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo.

Disc�pulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Per� independiente, en cambio, casi invariablemente desde�aron la plebe. Lo �nico que seduc�a y deslumbraba su cortesana y p�vida fantas�a de hidalg�elos de provincia era lo espa�ol, lo virreinal. Pero Espa�a estaba muy lejos. El Virreinato aunque subsistiese el r�gimen feudal establecido por los conquistadores pertenec�a al pasado. Toda la literatura de esta gente da, por esto, la impresi�n de una literatura desarraigada y raqu�tica, sin ra�ces en su presente. Es una literatura de impl�citos "emigrados", de nost�lgicos sobrevivientes.

Los pocos literatos vitales, en esta pal�dica y clor�tica teor�a de cansinos y chafados r�tores, son los que de alg�n modo tradujeron al pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la literatura espa�ola, en todas las obras en que ignora al Per� viviente y verdadero. El ay ind�gena, la pirueta zamba, son las notas m�s animadas y veraces de esta literatura sin alas y sin v�rtebras. En la trama de las Tradiciones �no se descubre en seguida la hebra del chispeante y chismoso medio pelo lime�o? Esta es una de las fuerzas vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desde�ado por los acad�micos, sobrevivir� a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus yarav�es encontrar� siempre el pueblo un vislumbre de su aut�ntica tradici�n sentimental y de su genuino pasado literario.

 

IV. RICARDO PALMA, LIMA Y LA COLONIA

El colonialismo -evocaci�n nost�lgica del Virreinato- pretende anexarse la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil y floja, de sentimentaloides y ret�ricos, se supone consustanciada con las Tradiciones. La generaci�n "futurista", que m�s de una vez he calificado como la m�s pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la mejor parte de su elocuencia en esta empresa de acaparamiento de la gloria de Palma. Es este el �nico terreno en el que ha maniobrado con eficacia. Palma aparece oficialmente como el m�ximo representante del colonialismo.

Pero si se medita seriamente sobre la obra de Palma confront�ndola con el proceso pol�tico y social del Per� y con la inspiraci�n del g�nero colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta anexi�n. Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es no s�lo empeque�ecerla sino tambi�n deformarla. Las Tradiciones no pueden ser identificadas con una literatura de reverente y apolog�tica exaltaci�n de la Colonia y sus fastos, absolutamente peculiar y caracter�stica, en su tonalidad y en su esp�ritu, de la acad�mica clientela de la casta feudal.

Don Felipe Pardo y Don Jos� Antonio de Lavalle, conservadores convictos y confesos, evocaban la Colonia con nostalgia y con unci�n. Ricardo Palma, en tanto, la reconstru�a con un realismo burl�n y una fantas�a irreverente y sat�rica. La versi�n de Palma es cruda y viva. La de los prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del Virreinato, tan grata a los o�dos de la gente ancien r�gime, es devota y ditir�mbica. No hay ning�n parecido sustancial, ning�n parentesco psicol�gico entre una y otra versi�n.

La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por la diferencia de calidad; pero se explica tambi�n por la diferencia de esp�ritu. La calidad es siempre esp�ritu. La obra pesada y acad�mica de Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La obra de Palma vive, ante todo, porque puede y sabe serlo.

El esp�ritu de las Tradiciones no se deja mistificar. Es demasiado evidente en toda la obra. Riva Ag�ero que, en su estudio sobre el car�cter de la literatura del Per� independiente, de acuerdo con los intereses de su gens y de su clase, lo coloca dentro del colonialismo, reconoce en Palma, "perteneciente a la generaci�n que rompi� con el amaneramiento de los escritores del coloniaje", a un literato "liberal e hijo de la Rep�blica". Se siente a Riva Ag�ero �ntimamente descontento del esp�ritu irreverente y heterodoxo de Palma.

Riva Ag�ero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar que aflore netamente en m�s de un pasaje de su discurso. Constata que Palma "al hablar de la Iglesia, de los jesuitas, de la nobleza, se sonr�e y hace sonre�r al lector". Cuida de agregar que "con sonrisa tan fina que no hiere". Dice que no ser� �l quien le reproche su volterianismo. Pero concluye confesando as� su verdadero sentimiento: "A veces la burla de Palma, por m�s que sea benigna y suave, llega a destruir la simpat�a hist�rica. Vemos que se encuentra muy desligado de las a�ejas preocupaciones, que, a fuerza de estar libre de esas ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y despego se interpone entonces entre el asunto y el escritor" (12).

Si el propio cr�tico e histori�grafo de la literatura peruana que ha juntado, solidariz�ndolos, el elogio de Palma y la apolog�a de la Colonia, reconoce tan expl�citamente la diferencia fundamental de sentimiento que distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, �c�mo se ha creado y mantenido el equ�voco de una clasificaci�n que virtualmente los confunde y re�ne? La explicaci�n es f�cil. Este equ�voco se ha apoyado, en su origen, en la divergencia personal entre Palma y Gonz�lez Prada; se ha alimentado, luego, del contraste espiritual entre "palmistas" y "pradistas". Haya de la Torre, en una carta sobre Mercurio Peruano, a la revista Sagitario de La Plata, tiene una observaci�n acertada: "Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado y de aquellas castas doblemente zaheridas prefirieron el alfilerazo al l�tigo" (l3). Pertenece al mismo Haya una precisa y, a mi juicio, oportuna e inteligente mise au point sobre el sentido hist�rico y pol�tico de las Tradiciones. "Personalmente escribe, creo que Palma fue tradicionista, pero no tradicionalista. Creo que Palma hundi� la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y re�rse de �l. Ninguna instituci�n u hombre de la Colonia y aun de la Rep�blica escap� a la mordedura tantas veces tan certera de la iron�a, el sarcasmo y siempre el rid�culo de la jocosa cr�tica de Palma. Bien sabido es que el clero cat�lico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus Tradiciones son el horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa paradoja, Palma se vio rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de gente distinguida, intelectuales, cat�licos, ni�os bien y admiradores de apellidos sonoros" (l4).

No hay nada de extra�o ni de ins�lito en que esta penetrante aclaraci�n del sentido y la filiaci�n de las Tradiciones venga de un escritor que jam�s ha oficiado de cr�tico literario. Para una interpretaci�n profunda del esp�ritu de una literatura, la mera erudici�n literaria no es suficiente. Sirven m�s la sensibilidad pol�tica y la clarividencia hist�rica. El cr�tico profesional considera la literatura en s� misma. No percibe sus relaciones con la pol�tica, la econom�a, la vida en su totalidad. De suerte que su investigaci�n no llega al fondo, a la esencia de los fen�menos literarios. Y, por consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su g�nesis ni de su subconsciencia.

Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las ra�ces sociales y pol�ticas de �sta, cancelar� la convenci�n contra la cual hoy s�lo una vanguardia protesta. Se ver� entonces que Palma est� menos lejos de Gonz�lez Prada de lo que hasta ahora parece (15).

Las Tradiciones de Palma tienen, pol�tica y socialmente, una filiaci�n democr�tica. Palma interpreta al medio pelo. Su burla roe risue�amente el prestigio del Virreinato y el de la aristocracia. Traduce el malcontento zumb�n del demos criollo. La s�tira de las Tradiciones no cala muy hondo ni golpea muy fuerte; pero, precisamente por esto, se identifica con el humor de un demos blando, sensual y azucarado. Lima no pod�a producir otra literatura. Las Tradiciones agotan sus posibilidades. A veces se exceden a s� mismas.

Si la revoluci�n de la independencia hubiese sido en el Per� la obra de una burgues�a m�s o menos s�lida, la literatura republicana habr�a tenido otro tono. La nueva clase dominante se habr�a expresado, al mismo tiempo, en la obra de sus estadistas, y en el verbo, el estilo y la actitud de sus poetas, de sus novelistas y de sus cr�ticos. Pero en el Per� el advenimiento de la rep�blica no represent� el de una nueva clase dirigente.

La onda de la revoluci�n era continental: no era casi peruana. Los liberales, los jacobinos, los revolucionarios peruanos, no constitu�an sino un man�pulo. La mejor savia, la m�s heroica energ�a, se gastaron en las batallas y en los intervalos de la lucha. La rep�blica no reposaba sino en el ej�rcito de la revoluci�n. Tuvimos, por esto, un accidentado, un tormentoso per�odo de interinidad militar. Y no habiendo podido cuajar en este per�odo la clase revolucionaria, resurgi� autom�ticamente la clase conservadora. Los encomenderos y terratenientes que, durante la revoluci�n de la independencia oscilaron ambiguamente, entre patriotas y realistas, se encargaron francamente de la direcci�n de la rep�blica. La aristocracia colonial y mon�rquica se metamorfose�, formalmente, en burgues�a republicana. El r�gimen econ�mico-social de la Colonia se adapt� externamente a las instituciones creadas por la revoluci�n. Pero la satur� de su esp�ritu colonial.

Bajo un fr�o liberalismo de etiqueta, lat�a en esta casta la nostalgia del Virreinato perdido.
El demos criollo o, mejor, lime�o, carec�a de consistencia y de originalidad. De rato en rato lo sacud�a la clarinada ret�rica de alg�n caudillo incipiente. Mas, pasado el espasmo, ca�a de nuevo en su muelle somnolencia. Toda su inquietud, toda su rebeld�a, se resolv�an en el chiste, la murmuraci�n y el epigrama. Y esto es precisamente lo que encuentra su expresi�n literaria en la prosa socarrona de las Tradiciones.

Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo conjunto de circunstancias hist�ricas no consinti� transformarse en una burgues�a. Como esta clase comp�sita, como esta clase larvada, Palma guard� un latente rencor contra la aristocracia anta�ona y reaccionaria. La s�tira de las Tradiciones hinca con frecuencia sus agudos dientes roedores en los hombres de la Rep�blica. Mas, al rev�s de la s�tira reaccionaria de Felipe Pardo y Aliaga, no ataca a la Rep�blica misma. Palma, como el demos lime�o, se deja conquistar por la declamaci�n antiolig�rquica de Pi�rola. Y, sobre todo, se mantiene siempre fiel a la ideolog�a liberal de la independencia.

El colonialismo, el civilismo, por �rgano de Riva Ag�ero y otros de sus portavoces intelectuales, se anexan a Palma, no s�lo porque esta anexi�n no presenta ning�n peligro para su pol�tica sino, principalmente, por la irremediable mediocridad de su propio elenco literario. Los cr�ticos de esta casta saben muy bien que son vanos todos los esfuerzos por inflar el volumen de don Felipe Pardo o don Jos� Antonio de Lavalle. La literatura civilista no ha producido sino parvos y secos ejercicios de clasicismo o desva�dos y vulgares conatos rom�nticos. Necesita, por consiguiente, acaparar a Palma para pavonearse, con derecho o no, de un prestigio aut�ntico.

Pero debo constatar que no s�lo el colonialismo es responsable de este equ�voco. Tiene parte en �l como en mi anterior art�culo lo observaba, el "gonz�lez-pradismo". En un "ensayo acerca de las literaturas del Per�" de Federico More, hallo el siguiente juicio sobre el autor de las Tradiciones: "Ricardo Palma, representativo, expresador y centinela del Colonialismo, es un historizante anecd�tico, divertido narrador de chascarrillos fichados y anaquelados. Escribe con vistas a la Academia de la Lengua y, para contar los devaneos y discreteos de las marquesitas de pelo ensortijado y labios prominentes, quiere usar el castellano del siglo de oro" (16).

More pretende que de Palma quedar� s�lo la "risilla chocarrera".

Esta opini�n, para algunos, no reflejar� m�s que una notoria ojeriza de More, a quien todos reconocen poca consecuencia en sus amores, pero a quien nadie niega una gran consecuencia en sus ojerizas. Pero hay dos razones para tomarla en consideraci�n: 1� La especial beligerancia que da a More su t�tulo de disc�pulo de Gonz�lez Prada. 2� La seriedad del ensayo que contiene estas frases.

En este ensayo More realiza un concienzudo esfuerzo por esclarecer el esp�ritu mismo de la literatura nacional. Sus aserciones fundamentales, si no �ntegramente admitidas, merecen ser atentamente examinadas. More parte de un principio que suscribe toda cr�tica profunda. "La literatura -escribe- s�lo es traducci�n de un estado pol�tico y social". El juicio sobre Palma pertenece, en suma, a un estudio al cual confieren remarcable valor las ideas y las tesis que sustenta; no a una panfletaria y volandera disertaci�n de sobremesa. Y esto obliga a remarcarlo y rectificarlo. Pero al hacerlo conviene exponer y comentar las l�neas esenciales de la tesis de More.

�sta busca los factores raciales y las ra�ces tel�ricas de la literatura peruana. Estudia sus colores y sus l�neas esenciales; prescinde de sus matices y de sus contornos complementarios. El m�todo es de panfletario; no es de cr�tico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas, pero les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura peruana es demasiado est�tica.

Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que reposan son, en cambio, verdaderos. More siente el dualismo peruano. Sostiene que en el Per� "o se es colonial o se es inkaico". Yo, que reiteradamente he escrito que el Per� hijo de la Conquista es una formaci�n coste�a, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More respecto al origen y al proceso del conflicto entre inka�smo y colonialismo. No estoy lejos de pensar como More que este conflicto, este antagonismo, "es y ser� por muchos a�os, clave sociol�gica y pol�tica de la vida peruana".

El dualismo peruano se refleja y se expresa, naturalmente, en la literatura. "Literariamente escribe More, el Per� pres�ntase, como es l�gico, dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales, los lime�os urbanos. Y as� las dos literaturas. Para quienes act�an bajo la influencia de Lima todo tiene idiosincrasia iberafricana: todo es rom�ntico y sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cuzco, la parte m�s bella y honda de la vida se realiza en las monta�as y en los valles y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dram�tico. El lime�o es colorista: el serrano musical. Para los herederos del coloniaje, el amor es un lance. Para los reto�os de la raza ca�da, el amor es un coro trasmisor de las voces del destino".

Mas esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia, oponi�ndola a la literatura lime�a o colonial, s�lo ahora empieza a existir seria y v�lidamente. No tiene casi historia, no tiene casi tradici�n. Los dos mayores literatos de la Rep�blica, Palma y Gonz�lez Prada, pertenecen a Lima. Estimo mucho, como se ver� m�s adelante, la figura de Abelardo Gamarra; pero me parece que More, tal vez, la superestima. Aunque en un pasaje de su estudio conviene en que "no fue, por desgracia Gamarra, el artista redondo y facetado, limpio y fulgente, el cabal hombre de letras que se necesita".

El propio More reconoce que "las regiones andinas, el inka�smo, a�n no tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y lucientes p�ginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones del alma inkaica". Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis de que la literatura peruana hasta Palma y Gonz�lez Prada es colonial, es espa�ola. La literatura serrana, con la cual la confronta More, no ha logrado, antes de Palma y Gonz�lez Prada, una modulaci�n propia. Lima ha impuesto sus modelos a las provincias. Peor todav�a; las provincias han venido a buscar sus modelos a Lima. La prosa pol�mica del regionalismo y el radicalismo provincianos desciende de Gonz�lez Prada, a quien, en justicia, More, su disc�pulo, reprocha su excesivo amor a la ret�rica.

Gamarra es para More el representativo del Per� integral. Con Gamarra empieza, a su juicio, un nuevo cap�tulo de nuestra literatura. El nuevo cap�tulo comienza, en mi concepto, con Gonz�lez Prada que marca la transici�n del espa�olismo puro a un europe�smo m�s o menos incipiente en su expresi�n pero decisivo en sus consecuencias.

Pero Ricardo Palma, a quien More err�neamente designa como un "representativo, expresador y centinela del colonismo", malgrado sus limitaciones, es tambi�n de este Per� integral que en nosotros principia a concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a Pi�rola m�s arequipe�o que lime�o en su temperamento y en su estilo, es igualmente la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia tradici�n, reniega su abolengo colonial, condena y critica su centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos manos a los rebeldes de provincias.

More no distingue sino una Lima. La conservadora, la somnolienta, la fr�vola, la colonial. "No hay problema ideol�gico o sentimental dice que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el marxismo en pol�tica; ni el s�mbolo en m�sica ni el dinamismo expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad sedante. La voluptuosidad es tumba de la inquietud". Pero esto no es exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer n�cleo de industrialismo, es tambi�n donde, en perfecto acuerdo con el proceso hist�rico de la naci�n, se ha balbuceado o se ha pronunciado la primera resonante palabra de marxismo. More, un poco desconcertado de su pueblo, no lo sabe acaso, pero puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La Plata quienes tienen t�tulo para enterarlo de las reivindicaciones de una vanguardia que en Lima como en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja, representa un nuevo esp�ritu nacional.

La requisitoria contra el colonialismo, contra el "lime�ismo" si as� prefiere llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital en abierta pugna con lo que Luis Alberto S�nchez denomina "perricholismo", y con una pasi�n y una severidad que precisamente a S�nchez alarman y preocupan, lo estamos haciendo hombres de la capital (l7). En Lima, algunos escritores que del esteticismo d'annunziano importado por Valdelomar hab�amos evolucionado al criticismo socializante de la revista Espa�a, fundamos hace diez a�os Nuestra �poca, para denunciar, sin reservas y sin compromisos con ning�n grupo y ning�n caudillo, las responsabilidades de la vieja pol�tica (18). En Lima, algunos estudiantes, portavoces del nuevo esp�ritu, crearon hace cinco a�os las universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de Gonz�lez Prada.

Henr�quez Ure�a dice que hay dos Am�ricas: una buena y otra mala. Lo mismo se podr�a decir de Lima. Lima no tiene ra�ces en el pasado aut�ctono. Lima es la hija de la Conquista. Pero desde que, en la mentalidad y en el esp�ritu, cesa de ser s�lo espa�ola para volverse un poco cosmopolita, desde que se muestra sensible a las ideas y a las emociones de la �poca, Lima deja de aparecer exclusivamente como la sede y el hogar del colonialismo y espa�olismo. La nueva peruanidad es una cosa por crear. Su cimiento hist�rico tiene que ser ind�gena. Su eje descansar� quiz� en la piedra andina, mejor que en la arcilla coste�a. Bien. Pero a este trabajo de creaci�n, la Lima renovadora, la Lima inquieta, no es ni quiere ser extra�a.

 

V. GONZ�LEZ PRADA


Gonz�lez Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transici�n del per�odo colonial al per�odo cosmopolita. Ventura Garc�a Calder�n lo declara "el menos peruano" de nuestros literatos. Pero ya hemos visto que hasta Gonz�lez Prada lo peruano en esta literatura no es a�n peruano sino s�lo colonial. El autor de P�ginas Libres, aparece como un escritor de esp�ritu occidental y de cultura europea. Mas, dentro de una peruanidad por definirse, por precisarse todav�a, �por qu� considerarlo como el menos peruano de los hombres de letras que la traducen? �Por ser el menos espa�ol? �Por no ser colonial? La raz�n resulta entonces parad�jica. Por ser la menos espa�ola, por no ser colonial, su literatura anuncia precisamente la posibilidad de una literatura peruana. Es la liberaci�n de la metr�poli. Es, finalmente, la ruptura con el Virreinato.

Este parnasiano, este helenista, marm�reo, pagano, es hist�rica y espiritualmente mucho m�s peruano que todos, absolutamente todos, los rapsodistas de la literatura espa�ola anteriores y posteriores a �l en nuestro proceso literario. No existe seguramente en esta generaci�n un solo coraz�n que sienta al malhumorado y nost�lgico disc�pulo de Lista m�s peruano que el panfletario e iconoclasta acusador del pasado a que pertenecieron �se y otros letrilleros de la misma estirpe y el mismo abolengo.

Gonz�lez Prada no interpret� este pueblo, no esclareci� sus problemas, no leg� un programa a la generaci�n que deb�a venir despu�s. Mas representa, de toda suerte, un instante el primer instante l�cido, de la conciencia del Per�. Federico More lo llama un precursor del Per� nuevo, del Per� integral. Pero Prada, a este respecto, ha sido m�s que un precursor. En la prosa de P�ginas Libres, entre sentencias alambicadas y ret�ricas, se encuentra el germen del nuevo esp�ritu nacional. "No forman el verdadero Per� dice Gonz�lez Prada en el c�lebre discurso del Politeama de 1888 las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pac�fico y los Andes; la naci�n est� formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera'' (l9).

Y aunque no supo hablarle un lenguaje desnudo de ret�rica, Gonz�lez Prada no desde�� jam�s a la masa. Por el contrario, reivindic� siempre su gloria oscura. Previno a los literatos que lo segu�an contra la futilidad y la esterilidad de una literatura elitista. "Plat�n les record� en la conferencia del Ateneo dec�a que en materia de lenguaje el pueblo era un excelente maestro. Los idiomas se vigorizan y retemplan en la fuente popular, m�s que en las reglas muertas de los gram�ticos y en las exhumaciones prehist�ricas de los eruditos. De las canciones, refranes y dichos del vulgo brotan las palabras originales, las frases gr�ficas, las construcciones atrevidas. Las multitudes transforman las lenguas como los infusorios modifican los continentes". "El poeta leg�timo afirm� en otro pasaje del mismo discurso se parece al �rbol nacido en la cumbre de un monte: por las ramas, que forman la imaginaci�n, pertenece a las nubes; por las ra�ces, que constituyen los afectos, se liga con el suelo". Y en sus notas acerca del idioma ratific� expl�citamente en otros t�rminos el mismo pensamiento. "Las obras maestras se distinguen por la accesibilidad, pues no forman el patrimonio de unos cuantos elegidos, sino la herencia de todos los hombres con sentido com�n. Homero y Cervantes son ingenios democr�ticos: un ni�o les entiende. Los talentos que presumen de aristocr�ticos, los inaccesibles a la muchedumbre, disimulan lo vac�o del fondo con lo tenebroso de la forma". "Si Herodoto hubiera escrito como Graci�n, si P�ndaro hubiera cantado como G�ngora �habr�an sido escuchados y aplaudidos en los juegos ol�mpicos? Ah� est�n los grandes agitadores de almas en los siglos XVI y XVIII, ah� est� particularmente Voltaire con su prosa, natural como un movimiento respiratorio, clara como un alcohol rectificado" (20).

Simult�neamente, Gonz�lez Prada denunci� el colonialismo. En la conferencia del Ateneo, despu�s de constatar las consecuencias de la �o�a y senil imitaci�n de la literatura espa�ola, propugn� abiertamente la ruptura de este v�nculo. "Dejemos las andaderas de la infancia y busquemos en otras literaturas nuevos elementos y nuevas impulsiones. Al esp�ritu de naciones ultramontanas y mon�rquicas prefiramos el esp�ritu libre y democr�tico del siglo. Volvamos los ojos a los autores castellanos, estudiemos sus obras maestras, enriquezcamos su armoniosa lengua; pero recordemos constantemente que la dependencia intelectual de Espa�a significar�a para nosotros la definida prolongaci�n de la ni�ez" (21).

En la obra de Gonz�lez Prada, nuestra literatura inicia su contacto con otras literaturas. Gonz�lez Prada representa particularmente la influencia francesa. Pero le pertenece en general el m�rito de haber abierto la brecha por la que deb�an pasar luego diversas influencias extranjeras. Su poes�a y aun su prosa acusan un trato �ntimo de las letras italianas. Su prosa tron� muchas veces contra las academias y los puristas, y, heterodoxamente, se complaci� en el neologismo y el galicismo. Su verso busc� en otras literaturas nuevos troqueles y ex�ticos ritmos.

Percibi� bien su inteligencia el nexo oculto pero no ignoto que hay entre conservantismo ideol�gico y academicismo literario. Y combin� por eso el ataque al uno con la requisitoria contra el otro. Ahora que advertimos claramente la �ntima relaci�n entre las serenatas al Virreinato en literatura y el dominio de la casta feudal en econom�a y pol�tica, este lado del pensamiento de Gonz�lez Prada adquiere un valor y una luz nuevos.

Como lo denunci� Gonz�lez Prada, toda actitud literaria, consciente o inconscientemente refleja un sentimiento y un inter�s pol�ticos. La literatura no es independiente de las dem�s categor�as de la historia. �Qui�n negar�, por ejemplo, el fondo pol�tico del concepto en apariencia exclusivamente literario, que define a Gonz�lez Prada como "el menos peruano de nuestros literatos"? Negar peruanismo a su personalidad no es sino un modo de negar validez en el Per� a su protesta. Es un recurso simulado para descalificar y desvalorizar su rebeld�a. La misma tacha de exotismo sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia.

Muerto Prada, la gente que no ha podido por estos medios socavar su ascendiente ni su ejemplo, ha cambiado de t�ctica. Ha tratado de deformar y disminuir su figura, ofreci�ndole sus elogios comprometedores. Se ha propagado la moda de decirse herederos y disc�pulos de Prada. La figura de Gonz�lez Prada ha corrido el peligro de resultar una figura oficial, acad�mica. Afortunadamente la nueva generaci�n ha sabido insurgir oportunamente contra este intento.

Los j�venes distinguen lo que en la obra de Gonz�lez Prada hay de contingente y temporal de lo que hay de perenne y eterno. Saben que no es la letra sino el esp�ritu lo que en Prada representa un valor duradero. Los falsos gonz�lez-pradistas repiten la letra; los verdaderos repiten el esp�ritu.

* * *

El estudio de Gonz�lez Prada pertenece a la cr�nica y a la cr�tica de nuestra literatura antes que a las de nuestra pol�tica. Gonz�lez Prada fue m�s literato que pol�tico. El hecho de que la trascendencia pol�tica de su obra sea mayor que su trascendencia literaria no desmiente ni contrar�a el hecho anterior y primario, de que esa obra, en s�, m�s que pol�tica es literaria.

Todos constatan que Gonz�lez Prada no fue acci�n sino verbo. Pero no es esto lo que a Gonz�lez Prada define como literato m�s que como pol�tico. Es su verbo mismo.

El verbo, puede ser programa, doctrina. Y ni en P�ginas Libres ni en Horas de Lucha encontramos una doctrina ni un programa propiamente dichos. En los discursos, en los ensayos que componen estos libros, Gonz�lez Prada no trata de definir la realidad peruana en un lenguaje de estadista o de soci�logo. No quiere sino sugerirla en un lenguaje de literato. No concreta su pensamiento en proposiciones ni en conceptos. Lo esboza en frases de gran vigor panfletario y ret�rico, pero de poco valor pr�ctico y cient�fico. "El Per� es una monta�a coronada por un cementerio". "El Per� es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota el pus". Las frases m�s recordadas de Gonz�lez Prada delatan al hombre de letras: no al hombre de Estado. Son las de un acusador, no las de un realizador.

El propio movimiento radical aparece en su origen como un fen�meno literario y no como un fen�meno pol�tico. El embri�n de la Uni�n Nacional o Partido Radical se llam� "C�rculo Literario". Este grupo literario se transform� en grupo pol�tico obedeciendo al mandato de su �poca. El proceso biol�gico del Per� no necesitaba literatos sino pol�ticos. La literatura es lujo, no es pan. Los literatos que rodeaban a Gonz�lez Prada sintieron vaga pero perentoriamente la necesidad vital de esta naci�n desgarrada y empobrecida. "El �C�rculo Literario�, la pac�fica sociedad de poetas y so�adores dec�a Gonz�lez Prada en su discurso del Olimpo de 1887, tiende a convertirse en un centro militante y propagandista. �De d�nde nacen los impulsos de radicalismo en literatura? Aqu� llegan r�fagas de los huracanes que azotan a las capitales europeas, repercuten voces de la Francia republicana e incr�dula. Hay aqu� una juventud que lucha abiertamente por matar con muerte violenta lo que parece destinado a sucumbir con agon�a inoportunamente larga, una juventud, en fin, que se impacienta por suprimir los obst�culos y abrirse camino para enarbolar la bandera roja en los desmantelados torreones de la literatura nacional" (22).

Gonz�lez Prada no resisti� el impulso hist�rico que lo empujaba a pasar de la tranquila especulaci�n parnasiana a la �spera batalla pol�tica. Pero no pudo trazar a su falange un plan de acci�n. Su esp�ritu individualista, an�rquico, solitario, no era adecuado para la direcci�n de una vasta obra colectiva.

Cuando se estudia el movimiento radical, se dice que Gonz�lez Prada no tuvo temperamento de conductor, de caudillo, de condotiero. Mas no es �sta la �nica constataci�n que hay que hacer. Se debe agregar que el temperamento de Gonz�lez Prada era fundamentalmente literario. Si Gonz�lez Prada no hubiese nacido en un pa�s urgido de reorganizaci�n y moralizaci�n pol�ticas y sociales, en el cual no pod�a fructificar una obra exclusivamente art�stica, no lo habr�a tentado jam�s la idea de formar un partido.

Su cultura coincid�a, como es l�gico, con su temperamento. Era una cultura principalmente literaria y filos�fica. Leyendo sus discursos y sus art�culos, se nota que Gonz�lez Prada carec�a de estudios espec�ficos de Econom�a y Pol�tica. Sus sentencias, sus imprecaciones, sus aforismos, son de inconfundibles factura e inspiraci�n literarias. Engastado en su prosa elegante y bru�ida, se descubre frecuentemente un certero concepto sociol�gico o hist�rico. Ya he citado alguno. Pero en conjunto, su obra tiene siempre el estilo y la estructura de una obra de literato.

Nutrido del esp�ritu nacionalista y positivista de su tiempo, Gonz�lez Prada exalt� el valor de la Ciencia. Mas esta actitud es peculiar de la literatura moderna de su �poca. La Ciencia, la Raz�n, el Progreso, fueron los mitos del siglo diecinueve. Gonz�lez Prada, que por la ruta del liberalismo y del enciclopedismo lleg� a la utop�a anarquista, adopt� fervorosamente estos mitos. Hasta en sus versos hallamos la expresi�n enf�tica de su racionalismo.
 

�Guerra al menguado sentimiento!

�Culto divino a la Raz�n!


Le toc� a Gonz�lez Prada enunciar solamente lo que hombres de otra generaci�n deb�an hacer. Predic� realismo. Condenando los gaseosos verbalismos de la ret�rica tropical, conjur� a sus contempor�neos a asentar bien los pies en la tierra, en la materia. "Acabemos ya dijo el viaje milenario por regiones de idealismo sin consistencia y regresemos al seno de la realidad, recordando que fuera de la Naturaleza no hay m�s que simbolismos ilusorios, fantas�as mitol�gicas, desvanecimientos metaf�sicos. A fuerza de ascender a cumbres enrarecidas, nos estamos volviendo vaporosos, aeriformes: solidifiqu�monos. M�s vale ser hierro que nube" (23).

Pero �l mismo no consigui� nunca ser un realista. De su tiempo fue el materialismo hist�rico. Sin embargo, el pensamiento de Gonz�lez Prada, que no impuso nunca l�mites a su audacia ni a su libertad, dej� a otros la empresa de crear el socialismo peruano. Fracasado el partido radical, dio su adhesi�n al lejano y abstracto utopismo de Kropotkin. Y en la pol�mica entre marxistas y bakuninistas, se pronunci� por los segundos. Su temperamento reaccionaba en �ste como en todos sus conflictos con la realidad, conforme a su sensibilidad literaria y aristocr�tica.

La filiaci�n literaria del esp�ritu y la cultura de Gonz�lez Prada, es responsable de que el movimiento radical no nos haya legado un conjunto elemental siquiera de estudios de la realidad peruana y un cuerpo de ideas concretas sobre sus problemas. El programa del Partido Radical, que por otra parte no fue elaborado por Gonz�lez Prada, queda como un ejercicio de prosa pol�tica de "un c�rculo literario". Ya hemos visto c�mo la Uni�n Nacional, efectivamente, no fue otra cosa.

* * *

El pensamiento de Gonz�lez Prada, aunque subordinado a todos los grandes mitos de su �poca, no es mon�tonamente positivista. En Gonz�lez Prada arde el fuego de los racionalistas del siglo XVIII. Su Raz�n es apasionada. Su Raz�n es revolucionaria. El positivismo, el historicismo del siglo XIX representan un racionalismo domesticado. Traducen el humor y el inter�s de una burgues�a a la que la asunci�n del poder ha tornado conservadora. El racionalismo, el cientificismo de Gonz�lez Prada no se contentan con las mediocres y p�vidas conclusiones de una raz�n y una ciencia burguesas. En Gonz�lez Prada subsiste, intacto en su osad�a, el jacobino.

Javier Prado, Garc�a Calder�n, Riva Ag�ero, divulgan un positivismo conservador. Gonz�lez Prada ense�a un positivismo revolucionario. Los ide�logos del civilismo, en perfecto acuerdo con sus sentimientos de clase, nos sometieron a la autoridad de Taine; el ide�logo del radicalismo se reclam� siempre de pensamiento superior y distinto del que, concomitante y consustancial en Francia con un movimiento de reacci�n pol�tica, sirvi� aqu� a la apolog�a de las oligarqu�as ilustradas.

No obstante su filiaci�n racionalista y cientificista, Gonz�lez Prada no cae casi nunca en un intelectualismo exagerado. Lo preservan de este peligro su sentimiento art�stico y su exaltado anhelo de justicia. En el fondo de este parnasiano, hay un rom�ntico que no desespera nunca del poder del esp�ritu.

Una de sus agudas opiniones sobre Ren�n, el que ne d�passe pas le doute, nos prueba que Gonz�lez Prada percibi� muy bien el riesgo de un criticismo exacerbado. "Todos los defectos de Ren�n se explican por la exageraci�n del esp�ritu cr�tico; el temor de enga�arse y la man�a de creerse un esp�ritu delicado y libre de pasi�n, le hac�an muchas veces afirmar todo con reticencias o negar todo con restricciones, es decir, no afirmar ni negar y hasta contradecirse, pues le acontec�a emitir una idea y en seguida, vali�ndose de un pero, defender lo contrario. De ah� su escasa popularidad: la multitud s�lo comprende y sigue a los hombres que franca y hasta brutalmente afirman con las palabras como Mirabeau, con los hechos como Napole�n".

Gonz�lez Prada prefiere siempre la afirmaci�n a la negaci�n, a la duda. Su pensamiento es atrevido, intr�pido, temerario. Teme a la incertidumbre. Su esp�ritu siente hondamente la angustiosa necesidad de d�passer le doute. La f�rmula de Vasconcelos pudo ser tambi�n la de Gonz�lez Prada: "pesimismo de la realidad, optimismo del ideal". Con frecuencia, su frase es pesimista: casi nunca es esc�ptica.

En un estudio sobre la ideolog�a de Gonz�lez Prada, que forma parte de su libro El Nuevo Absoluto, Mariano Iberico Rodr�guez define bien al pensador de P�ginas Libres cuando escribe lo siguiente: "Concorde con el esp�ritu de su tiempo, tiene gran fe en la eficacia del trabajo cient�fico. Cree en la existencia de leyes universales inflexibles y eternas, pero no deriva del cientificismo ni del determinismo una estrecha moral eudemonista ni tampoco la resignaci�n a la necesidad c�smica que realiz� Spinoza. Por el contrario, su personalidad descontenta y libre super� las consecuencias l�gicas de sus ideas y profes� el culto de la acci�n y experiment� la ansiedad de la lucha y predic� la afirmaci�n de la libertad y de la vida. Hay evidentemente algo del rico pensamiento de Nietzsche en las exclamaciones an�rquicas de Prada. Y hay en �ste como en Nietzsche la oposici�n entre un concepto determinista de la realidad y el empuje triunfal del libre impulso interior" (24).

Por estas y otras razones, si nos sentimos lejanos de muchas ideas de Gonz�lez Prada, no nos sentimos, en cambio, lejanos de su esp�ritu. Gonz�lez Prada se enga�aba, por ejemplo, cuando nos predicaba antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho m�s que en su tiempo sobre la religi�n como sobre otras cosas. Sabemos que una revoluci�n es siempre religiosa. La palabra religi�n tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo m�s que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que "la religi�n es el opio de los pueblos". El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva a�n equ�vocos es la vieja acepci�n del vocablo. Gonz�lez Prada predec�a el tramonto de todas las creencias sin advertir que �l mismo era predicador de una creencia, confesor de una fe. Lo que m�s se admira en este racionalista es su pasi�n. Lo que m�s se respeta en este ateo, un tanto pagano, es su ascetismo moral. Su ate�smo es religioso. Lo es, sobre todo, en los instantes en que parece m�s vehemente y m�s absoluto. Tiene Gonz�lez Prada algo de esos ascetas laicos que concibe Romain Rolland. Hay que buscar al verdadero Gonz�lez Prada en su credo de justicia, en su doctrina de amor; no en el anticlericalismo un poco vulgar de algunas p�ginas de Horas de Lucha.

La ideolog�a de P�ginas Libres y de Horas de Lucha es hoy, en gran parte, una ideolog�a caduca. Pero no depende de la validez de sus conceptos ni de sus sentencias lo que existe de fundamental ni de perdurable en Gonz�lez Prada. Los conceptos no son siquiera lo caracter�stico de su obra. Como lo observa Iberico, en Gonz�lez Prada lo caracter�stico "no se ofrece como una r�gida sistematizaci�n de conceptos -s�mbolos provisionales de un estado de esp�ritu-; lo est� en un cierto sentimiento, en una cierta determinaci�n constante de la personalidad entera, que se traducen por el admirable contenido art�stico de la obra y por la viril exaltaci�n del esfuerzo y de la lucha" (25).

He dicho ya que lo duradero en la obra de Gonz�lez Prada es su esp�ritu. Los hombres de la nueva generaci�n en Gonz�lez Prada admiramos y estimamos, sobre todo, el austero ejemplo moral. Estimamos y admiramos, sobre todo, la honradez intelectual, la noble y fuerte rebeld�a.

Pienso, adem�s, por mi parte que Gonz�lez Prada no reconocer�a en la nueva generaci�n peruana una generaci�n de disc�pulos y herederos de su obra si no encontrara en sus hombres la voluntad y el aliento indispensables para superarla. Mirar�a con desd�n a los repetidores mediocres de sus frases. Amar�a s�lo una juventud capaz de traducir en acto lo que en �l no pudo ser sino idea y no se sentir�a renovado y renacido sino en hombres que supieran decir una palabra verdaderamente nueva, verdaderamente actual.

De Gonz�lez Prada debe decirse lo que �l, en P�ginas Libres, dice de Vigil. "Pocas vidas tan puras, tan llenas, tan dignas de ser imitadas. Puede atacarse la forma y el fondo de sus escritos, puede tacharse hoy sus libros de anticuados e insuficientes, puede, en fin, derribarse todo el edificio levantado por su inteligencia; pero una cosa permanecer� invulnerable y de pie, el hombre".

 

VI. MELGAR

 

Durante su per�odo colonial, la literatura peruana se presenta, en sus m�s salientes peripecias y en sus m�s conspicuas figuras, como un fen�meno lime�o. No importa que en su elenco est�n representadas las provincias. El modelo, el estilo, la l�nea, han sido de la capital. Y esto se explica. La literatura es un producto urbano. La gravitaci�n de la urbe influye fuertemente en todos los procesos literarios. En el Per�, de otro lado, Lima no ha sufrido las concurrencias de otras ciudades de an�logos fueros. Un centralismo extremo le ha asegurado su dominio.

Por culpa de esta hegemon�a absoluta de Lima, no ha podido nuestra literatura nutrirse de savia ind�gena. Lima ha sido la capital espa�ola primero. Ha sido la capital criolla despu�s. Y su literatura ha tenido esta marca.

El sentimiento ind�gena no ha carecido totalmente de expresi�n en este per�odo de nuestra historia literaria. Su primer expresador de categor�a es Mariano Melgar. La cr�tica lime�a lo trata con un poco de desd�n. Lo siente demasiado popular, poco distinguido. Le molesta en sus versos, junto con una sintaxis un tanto callejera, el empleo de giros plebeyos. Le disgusta en el fondo, el g�nero mismo. No puede ser de su gusto un poeta que casi no ha dejado sino yarav�es. Esta cr�tica aprecia m�s cualquier oda sopor�fera de Pando.

Por reacci�n, no superestimo art�sticamente a Melgar. Lo juzgo dentro de la incipiencia de la literatura peruana de su �poca. Mi juicio no se separa de un criterio de relatividad.

Melgar es un rom�ntico. Lo es no s�lo en su arte sino tambi�n en su vida. El romanticismo no hab�a llegado, todav�a, oficialmente a nuestras letras. En Melgar no es, por ende, como m�s tarde en otros, un gesto imitativo; es un arranque espont�neo. Y �ste es un dato de su sensibilidad art�stica. Se ha dicho que debe a su muerte heroica una parte de su renombre literario. Pero esta valorizaci�n disimula mal la antipat�a desde�osa que la inspira. La muerte cre� al h�roe, frustr� al artista. Melgar muri� muy joven. Y aunque resulta siempre un poco aventurada toda hip�tesis sobre la probable trayectoria de un artista, sorprendido prematuramente por la muerte, no es excesivo suponer que Melgar, maduro, habr�a producido un arte m�s purgado de ret�rica y amaneramiento cl�sicos y, por consiguiente, m�s nativo, m�s puro. La ruptura con la metr�poli habr�a tenido en su esp�ritu consecuencias particulares y, en todo caso, diversas de las que tuvo en el esp�ritu de los hombres de letras de una ciudad tan espa�ola, tan colonial como Lima. Mariano Melgar, siguiendo el camino de su impulso rom�ntico, habr�a encontrado una inspiraci�n cada vez m�s rural, cada vez m�s ind�gena.

Los que se duelen de la vulgaridad de su l�xico y sus im�genes, parten de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoci�n vale, en todas las literaturas, mil veces m�s que el que, en lenguaje acad�mico, escribe una acrisolada pieza de antolog�a. De otra parte, como lo observa Carlos Octavio Bunge en un estudio sobre la literatura argentina, la poes�a popular ha precedido siempre a la poes�a art�stica. Algunos yarav�es de Melgar viven s�lo como fragmentos de poes�a popular. Pero, con este t�tulo, han adquirido sustancia inmortal.

Tienen, a veces, en sus im�genes sencillas, una ingenuidad pastoril que revela su trama ind�gena, su fondo aut�ctono. La poes�a oriental, se caracteriza por un r�stico pante�smo en la met�fora. Melgar se muestra muy indio en su imaginismo primitivo y campesino.

Este rom�ntico, finalmente, se entrega apasionadamente a la revoluci�n. En �l la revoluci�n no es liberalismo enciclopedista. Es, fundamentalmente, c�lido patriotismo. Como en Pumacahua, en Melgar el sentimiento revolucionario se nutre de nuestra propia sangre y nuestra propia historia.

Para Riva Ag�ero, el poeta de los yarav�es no es sino "un momento curioso de la literatura peruana". Rectifiquemos su juicio, diciendo que es el primer momento peruano de esta literatura.
 

VII. ABELARDO GAMARRA


Abelardo Gamarra no tiene hasta ahora un sitio en las antolog�as. La cr�tica relega desde�osamente su obra a un plano secundario. Al plano, casi negligible para su gusto cortesano, de la literatura popular. Ni siquiera en el criollismo se le reconoce un rol cardinal. Cuando se historia el criollismo se cita siempre antes a un colonialista tan inequ�voco como don Felipe Pardo.

Sin embargo, Gamarra es uno de nuestros literatos m�s representativos. Es, en nuestra literatura esencialmente capitalina, el escritor que con m�s pureza traduce y expresa a las provincias. Tiene su prosa reminiscencias ind�genas. Ricardo Palma es un criollo de Lima; el Tunante es un criollo de la sierra. La ra�z india est� viva en su arte jaranero.

Del indio tiene el Tunante la tesonera y sufrida naturaleza, la pante�sta despreocupaci�n del m�s all�, el alma dulce y rural, el buen sentido campesino, la imaginaci�n realista y sobria. Del criollo, tiene el decir donairoso, la risa zumbona, el juicio agudo y socarr�n, el esp�ritu aventurero y juerguista. Procedente de un pueblo serrano, el Tunante se asimil� a la capital y a la costa, sin desnaturalizarse ni deformarse. Por su sentimiento, por su entonaci�n, su obra es la m�s genuinamente peruana de medio siglo de imitaciones y balbuceos.

Lo es tambi�n por su esp�ritu. Desde su juventud, Gamarra milit� en la vanguardia. Particip� en la protesta radical, con verdadera adhesi�n a su patriotismo revolucionario. Lo que en otros corifeos del radicalismo era s�lo una actitud intelectual y literaria, en el Tunante era un sentimiento vital, un impulso an�mico. Gamarra sent�a hondamente, en su carne y en su esp�ritu, la repulsa de la aristocracia encomendera y de su corrompida e ignorante clientela. Comprendi� siempre que esta gente no representaba al Per�; que el Per� era otra cosa. Este sentimiento, lo mantuvo en guardia contra el civilismo y sus expresiones intelectuales e ideol�gicas. Su seguro instinto lo preserv�, al mismo tiempo, de la ilusi�n "dem�crata". El Tunante no se enga�� sobre Pi�rola. Percibi� el verdadero sentido hist�rico del gobierno del 95. Vio claro que no era una revoluci�n democr�tica sino una restauraci�n civilista. Y, aunque hasta su muerte, guard� el m�s fervoroso culto a Gonz�lez Prada, cuyas ret�ricas catilinarias tradujo a un lenguaje popular, se mostr� nostalgioso de un esp�ritu m�s realizador y constructivo. Su intuici�n hist�rica echaba de menos en el Per� a un Alberdi, a un Sarmiento. En sus �ltimos a�os, sobre todo, se dio cuenta de que una pol�tica idealista y renovadora debe asentar bien los pies en la realidad y en la historia.

No es su obra la de un simple costumbrista sat�rico. Bajo el animado retrato de tipos y costumbres, es demasiado evidente la presencia de un generoso idealismo pol�tico y social. Esto es lo que coloca a Gamarra muy por encima de Segura. La obra del Tunante tiene un ideal; la de Segura no tiene ninguno.

Por otra parte, el criollismo del Tunante es m�s integral, m�s profundo que el de Segura. Su versi�n de las cosas y los tipos es m�s ver�dica, m�s viviente. Gamarra tiene en su obra que no por azar es la m�s popular, la m�s le�da en provincias, muchos atisbos agud�simos, muchos aciertos pl�sticos. El Tunante es un Pancho Fierro de nuestras letras. Es un ingenio popular; un escritor intuitivo y espont�neo.

Heredero del esp�ritu de la revoluci�n de la independencia, tuvo l�gica-mente que sentirse distinto y opuesto a los herederos del esp�ritu de la Conquista y la Colonia. Y, por esto, no diploma ni breveta su obra la autoridad de academias ni ateneos ("�De las Academias, l�branos Se�or!" -pensaba seguramente, como Rub�n Dar�o, el Tunante). Se le desde�a por su sintaxis. Se le desde�a por su ortograf�a. Pero se le desde�a, ante todo, por su esp�ritu.

La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la cr�tica, concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega a los libros de renombre y m�rito oficialmente sancionados. A Gamarra no lo recuerda casi la cr�tica; no lo recuerda sino el pueblo. Pero esto le basta a su obra para ocupar de hecho en la historia de nuestras letras el puesto que formalmente se le regatea.

La obra de Gamarra aparece como una colecci�n dispersa de croquis y bocetos. No tiene una creaci�n central. No es una afinada modulaci�n art�stica. Este es su defecto. Pero de este defecto no es responsable totalmente la calidad del artista. Es responsable tambi�n la incipiencia de la literatura que representa.

El Tunante quer�a hacer arte en el lenguaje de la calle. Su intento no era equivocado. Por el mismo camino han ganado la inmortalidad los cl�sicos de los or�genes de todas las literaturas.

 

VIII. CHOCANO


Jos� Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al per�odo colonial de nuestra literatura. Su poes�a grand�locua tiene todos sus or�genes en Espa�a. Una cr�tica verbalista la presenta como una traducci�n del alma aut�ctona. Pero este es un concepto artificioso, una ficci�n ret�rica. Su l�gica, tan simplista como falsa, razona as�: Chocano es exuberante, luego es aut�ctono. Sobre este principio, una cr�tica fundamentalmente incapaz de sentir lo aut�ctono, ha asentado casi todo el dogma del americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de Alma Am�rica.

Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del colonialismo. Ahora una generaci�n iconoclasta lo pasa incr�dulamente por la criba de su an�lisis. La primera cuesti�n que se plantea es �sta: �Lo aut�ctono es, efectivamente, exuberante?

Un cr�tico sagaz, extra�o en este caso a todo inter�s pol�mico, como Pedro Henr�quez Ure�a, examinando precisamente el tema de la exuberancia en la literatura hispano-americana, observa que esta literatura, en su mayor parte, no aparece por cierto como un producto del tr�pico. Procede, m�s bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco oto�al. Muy aguda y certeramente apunta Henr�quez Ure�a: "En Am�rica conservamos el respeto al �nfasis mientras Europa nos lo prescribi�; a�n hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como dec�an los rom�nticos. �No se atribuir� a influencia del tr�pico la que es influencia de V�ctor Hugo? �O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?" Para Henr�quez Ure�a la teor�a de la exuberancia espont�nea de la literatura americana es una teor�a falsa. Esta literatura es menos exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia la verbosidad. Y "si abunda la palabrer�a es porque escasea la cultura, la disciplina y no por peculiar exuberancia nuestra" (26). Los casos de verbosidad no son imputables a la geograf�a ni al medio.

Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo, ante todo, en el Per�. Y bien, en el Per� lo aut�ctono es lo ind�gena, vale decir lo inkaico.

Y lo ind�gena, lo inkaico, es fundamentalmente sobrio. El arte indio es la ant�tesis, la contradicci�n del arte de Chocano. El indio esquematiza, estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo hier�ticos.

Nadie pretende encontrar en la poes�a de Chocano la emoci�n de los Andes. La cr�tica que la proclama aut�ctona, la imagina �nicamente depositaria de la emoci�n de la "monta�a", esto es de la floresta. Riva Ag�ero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que sin noci�n ninguna de la "monta�a", se han apresurado a descubrirla o reconocerla �ntegramente en la ampulosa poes�a de Chocano, no han hecho otra cosa que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han hecho sino repetir a Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone "el cantor de Am�rica aut�ctona y salvaje".

La "monta�a" no es s�lo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas otras cosas que no est�n en la poes�a de Chocano. Ante su espect�culo, ante sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente. Nada m�s. Todas sus im�genes son las de una fantas�a exterior y extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye, a lo m�s, la voz de un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseerla y expresarla.

Y esto es muy natural. La "monta�a" no existe casi sino como naturaleza, como paisaje, como escenario. No ha producido todav�a una estirpe, un pueblo, una civilizaci�n. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educaci�n, el poeta de Alma Am�rica es un hombre de la costa. Procede de una familia espa�ola. Su formaci�n espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima. Y su �nfasis -este �nfasis que, en �ltimo an�lisis, resulta la �nica prueba de su autoctonismo y de su americanismo art�stico o est�tico- desciende totalmente de Espa�a.

Los antecedentes de la t�cnica y los modelos de la elocuencia de Chocano est�n en la literatura espa�ola. Todos reconocen en su manera la influencia de Quintana, en su esp�ritu la de Espronceda. Chocano se reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias m�s directas que se constatan en su arte son siempre las de poetas de idioma espa�ol. Su egotismo rom�ntico es el de D�az Mir�n, de quien tiene tambi�n el acento arrogante y soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta las puertas de su romanticismo son los de Rub�n Dar�o.

Estos rasgos deciden y se�alan demasiado netamente, la verdadera filiaci�n art�stica de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su esencia, ha conservado en su obra la entonaci�n y el temperamento de un sup�rstite del romanticismo espa�ol y de su grandilocuencia. Su filiaci�n espiritual coincide, por otra parte, con su filiaci�n art�stica. El "cantor de Am�rica aut�ctona y salvaje" es de la estirpe de los conquistadores. Lo siente y lo dice �l mismo en su poes�a, que si no carece de admiraci�n literaria y ret�rica a los inkas, desborda de amor a los h�roes de la Conquista y a los magnates del Virreinato.

* * *

Chocano no pertenece a la plutocracia capitalina. Este hecho lo diferencia de los literatos espec�ficamente colonialistas. No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Ag�ero. En su esp�ritu se reconoce al descendiente de la Conquista m�s bien que al descendiente del Virreinato (Y Conquista y Virreinato social y econ�micamente constituyen dos fases de un mismo fen�meno, pero espiritualmente no tienen id�ntica categor�a. La Conquista fue una aventura heroica; el Virreinato fue una empresa burocr�tica. Los conquistadores eran, como dir�a Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).

Las primeras peripecias de la poes�a de Chocano son de car�cter rom�ntico. No en balde el cantor de Iras Santas se presenta como un disc�pulo de Espronceda. No en balde se siente en �l algo de romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento an�rquico. Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece de concreci�n. Se agota en una delirante y bizarra ofensiva verbal contra el gobierno militar de la �poca. No consigue ser m�s que un gesto literario.

Chocano aparece luego, pol�ticamente enrolado en el pierolismo. Su revolucionarismo se conforma con la revoluci�n del 95 que liquida un r�gimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don Nicol�s de Pi�rola, el r�gimen civilista. M�s tarde, Chocano se deja incorporar en la clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de Pi�rola y su pseudo-democracia para acercarse a Gonz�lez Prada sino para saludar en Javier Prado y Ugarteche al pensador de su generaci�n.

La trayectoria pol�tica de un literato no es tambi�n su trayectoria art�stica. Pero s� es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La literatura, de otro lado, est� como sabemos �ntimamente permeada de pol�tica, aun en los casos en que parece m�s lejana y m�s extra�a a su influencia. Y lo que queremos averiguar, por el momento, no es estrictamente la categor�a art�stica de Chocano sino su filiaci�n espiritual, su posici�n ideol�gica.

Una y otra no est�n n�tidamente expresadas por su poes�a. Tenemos, por consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, adem�s de haber sido m�s expl�cita que su poes�a, no ha sido esencialmente contradicha ni atenuada por ella.

La poes�a de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo exasperado y ego�sta, asaz frecuente y casi caracter�stico en la falange rom�ntica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.

Y en los �ltimos a�os, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia absolutamente a su egotismo sensual; pero s� renuncia a una buena parte de su individualismo filos�fico. El culto del Yo se ha asociado al culto de la Jerarqu�a. El poeta se llama individualista, pero no se llama liberal. Su individualismo deviene un "individualismo jer�rquico". Es un individualismo que no ama la libertad. Que la desde�a casi. En cambio, la jerarqu�a que respeta no es la jerarqu�a eterna que crea el Esp�ritu; es la jerarqu�a precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo presente, la fuerza, la tradici�n y el dinero.

Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su esp�ritu. Su arte, en su plenitud, acusa por su exaltado aunque ret�rico amor a la Naturaleza un pante�smo un poco pagano. Y este pante�smo que produc�a un poco de animismo en sus im�genes, es en �l la sola nota que refleja a una "Am�rica aut�ctona y salvaje" (El indio es pante�sta, animista, materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado t�citamente. La adhesi�n al principio de la jerarqu�a lo ha reconducido a la Iglesia Romana. Roma es, ideol�gicamente, la ciudadela hist�rica de la reacci�n. Los que peregrinan por sus colinas y sus bas�licas en busca del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se contentan con encontrar, en su lugar, el fascismo y la Iglesia la autoridad y la jerarqu�a en el sentido romano, arriban a su meta y hallan su verdad. De estos �ltimos peregrinos es el poeta de Alma Am�rica. �l, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente cat�lico. Rom�ntico fatigado, hereje converso, se refugia en el s�lido aprisco de la tradici�n y del orden, de donde crey� un d�a partir para siempre a la conquista del futuro.

 

IX. RIVA AG�ERO Y SU INFLUENCIA.
LA GENERACI�N "FUTURISTA"


La generaci�n "futurista" -como parad�jicamente se le apoda-, se�ala un momento de restauraci�n colonialista y civilista en el pensamiento y la literatura del Per�.

La autoridad sentimental e ideol�gica de los herederos de la Colonia se encontraba comprometida y socavada por quince a�os de predicaci�n radical. Despu�s de un per�odo de caudillaje militar an�logo al que sigui� a la revoluci�n de la independencia, la clase latifundista hab�a restablecido su dominio pol�tico pero no hab�a restablecido igualmente su dominio intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacci�n moral de la derrota de la cual el pueblo sent�a responsable a la plutocracia, hab�a encontrado un ambiente favorable a la propagaci�n de su verbo revolucionario. Su propaganda hab�a rebelado, sobre todo, a las provincias. Una marejada de ideas avanzadas hab�a pasado por la Rep�blica.

La antigua guardia intelectual del civilismo, envejecida y debilitada, no pod�a reaccionar eficazmente contra la generaci�n radical. La restauraci�n ten�a que ser realizada por una falange de hombres j�venes. El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba darle, por ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la acci�n de sus hombres no se contentase con ser una acci�n universitaria. Su misi�n deb�a constituir una reconquista integral de la inteligencia y el sentimiento. Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos, aparec�a la recuperaci�n del terreno perdido en la literatura. La literatura llega adonde no llega la Universidad. La obra de un solo escritor del pueblo, disc�pulo de Gonz�lez Prada, el Tunante, era entonces una obra mucho m�s propagada y entendida que la de todos los escritores de la Universidad juntos.

Las circunstancias hist�ricas propiciaban la restauraci�n. El dominio pol�tico del civilismo se presentaba s�lidamente consolidado. El orden econ�mico y pol�tico inaugurado por Pi�rola el 95 era esencialmente un orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el per�odo ca�tico de nuestra posguerra, se sintieron atra�dos por el campo radical, se sent�an ahora empujados al campo civilista. La generaci�n radical estaba, en verdad, disuelta. Gonz�lez Prada, retirado a un displicente ascetismo, viv�a desconectado de sus dispersos disc�pulos. De suerte que la generaci�n "futurista" no encontr� casi resistencia.

En sus rangos se mezclaban y se confund�an "civilistas" y "dem�cratas", separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. EI Comercio y La Prensa auspiciaban a la "nueva generaci�n". Esta generaci�n se mostraba destinada a realizar la armon�a entre civilistas y dem�cratas que la coalici�n del 95 dej� s�lo iniciada. Su l�der y capit�n Riva Ag�ero, en quien la tradici�n civilista y plutocr�tica se conciliaba con una devoci�n casi filial al "Califa" dem�crata, revel� desde el primer momento tal tendencia. En su tesis sobre la "literatura del Per� independiente", arremetiendo contra el radicalismo dijo lo siguiente: "Los partidos de principios, no s�lo no producir�an bienes, sino que crear�an males irreparables. En el actual sistema, las diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del concurso de todos los hombres �tiles".

La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la inspiraci�n clasistas de la generaci�n de Riva Ag�ero. Su esfuerzo manifiesta de un modo demasiado inequ�voco el prop�sito de asegurar y consolidar un r�gimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el derecho de gobernar el pa�s significaba fundamentalmente, reservar ese derecho para una casta. Era preconizar el dominio de la "gente decente", de la "clase ilustrada". Riva Ag�ero, a este respecto, como a otros, se muestra en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco Garc�a Calder�n. Y es que Prado y Garc�a Calder�n representan la misma restauraci�n. Su ideolog�a tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario m�s o menos idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he observado, Riva Ag�ero, Prado y Garc�a Calder�n coinciden en el acatamiento a Taine. Riva Ag�ero para esclarecernos m�s su filiaci�n, nos descubre en su varias veces citada tesis -que es incontestablemente el primer manifiesto pol�tico y literario de la generaci�n "futurista"- su adhesi�n a Bruneti�re.

La revisi�n de valores de la literatura con que debut� Riva Ag�ero en la pol�tica, corresponde absolutamente a los fines de una restauraci�n. Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las ra�ces de la nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando enf�ticamente a sus mediocres cultores. Trata desde�osamente el romanticismo de Mariano Melgar. Reprueba a Gonz�lez Prada lo m�s v�lido y fecundo de su obra: su protesta.

La generaci�n "futurista" se muestra, al mismo tiempo universitaria, acad�mica, ret�rica. Adopta del modernismo s�lo los elementos que le sirven para condenar la inquietud rom�ntica.

Una de sus obras m�s caracter�sticas y peculiares es la organizaci�n de la Academia correspondiente de la Lengua Espa�ola. Uno de sus esfuerzos art�sticos m�s marcados es su retorno a Espa�a en la prosa y en el verso.

El rasgo m�s caracter�stico de la generaci�n apodada "futurista" es su pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar el pasado. Riva Ag�ero, en su tesis, reivindica con energ�a los fueros de los hombres y las cosas tradicionales.

Pero el pasado, para esta generaci�n, no es muy remoto ni muy pr�ximo. Tiene l�mites definidos: los del Virreinato. Toda su predilecci�n, toda su ternura, son para esta �poca. El pensamiento de Riva Ag�ero a este respecto es inequ�voco. El Per�, seg�n �l, desciende de la Conquista. Su infancia es la Colonia.

La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente colonialista. Se inicia un fen�meno que no ha terminado todav�a y que Luis Alberto S�nchez designa con el nombre de "perricholismo".

En este fen�meno en sus or�genes, no en sus consecuencias se combinan y se identifican dos sentimientos: lime�ismo y pasadismo. Lo que, en pol�tica, se traduce as�: centralismo y conservantismo. Porque el pasadismo de la generaci�n de Riva Ag�ero no constituye un gesto rom�ntico de inspiraci�n meramente literaria. Esta generaci�n es tradicionalista pero no rom�ntica. Su literatura, m�s o menos te�ida de "modernismo", se presenta por el contrario como una reacci�n contra la literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el presente en el nombre del pasado o del futuro. Riva Ag�ero y sus contempor�neos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e ideol�gicamente, por un conservantismo positivista, por un tradicionalismo oportunista.

Naturalmente, esta es s�lo la tonalidad general del fen�meno, en el cual no faltan matices m�s o menos discrepantes. Jos� G�lvez, por ejemplo, individualmente escapa a la definici�n que acabo de esbozar. Su pasadismo es de fondo rom�ntico. Haya lo llama "el �nico palmista sincero", refiri�ndose sin duda al car�cter literario y sentimental de su pasadismo. La distinci�n no est� netamente expresada. Pero parte de un hecho evidente. G�lvez cuya poes�a desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces, deste�idamente otras, su verbosidad tiene trama de rom�ntico. Su pasadismo, por eso, est� menos localizado en el tiempo que el del n�cleo de su generaci�n. Es un pasadismo integral. Enamorado del Virreinato, G�lvez no se siente, sin embargo, acaparado exclusivamente por el culto de esta �poca. Para �l "todo tiempo pasado fue mejor". Puede observarse que, en cambio, su pasadismo est� m�s localizado en el espacio. El tema de sus evocaciones es casi siempre lime�o. Pero tambi�n esto me parece en G�lvez un rasgo rom�ntico.

G�lvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Ag�ero. Sus opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional son heterodoxas dentro del fen�meno "futurista". Acerca del americanismo en la literatura, G�lvez, aunque sea con no pocas reservas y concesiones, se declara de acuerdo con la tesis del l�der de su generaci�n y su partido. No lo convence la aserci�n de que es imposible revivir po�ticamente las antiguas civilizaciones americanas. "Por mucho que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la influencia espa�ola escribe, ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los que m�s lo fu�ramos, que no sintamos vinculaciones con aquella raza, cuya tradici�n �urea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos tan mezclados y son tan encontradas nuestras ra�ces hist�ricas, por lo mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el material literario de aquellas �pocas definitivamente muertas es enorme para nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestaci�n del imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la ind�gena y la espa�ola, cuando a�n nos encoge el alma y nos sacude con emoci�n extra�a y dolorida la m�sica temblorosa del yarav�. Adem�s, nuestra historia no puede partir s�lo de la Conquista y por vago que fuese el legado s�quico que hayamos recibido de los indios, siempre algo tenemos de aquella raza vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras serran�as, constituyendo un grave problema social, que si palpita dolorosamente en nuestra vida, �por qu� no puede tener un lugar en nuestra literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones hist�ricas de otras razas que realmente nos son extranjeras y peregrinas?" (27). No acierta G�lvez, sin embargo, en la definici�n de una literatura nacional. "Es cuesti�n de volver el alma -dice- a las rumorosas palpitaciones de lo que nos rodea". Mas, a rengl�n seguido, reduce sus elementos a "la historia, la tradici�n y la naturaleza". El pasadista reaparece aqu� �ntegramente. Una literatura genuinamente nacionalista, en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la historia, la leyenda, la tradici�n, esto es del pasado. El presente es tambi�n historia. Pero seguramente G�lvez no lo pensaba cuando escog�a las fuentes de nuestra literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces sino pasado. No dice G�lvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al Per�. No le pide una funci�n realmente creadora. Le niega el derecho de ser una literatura del pueblo. Polemizando con el Tunante, sostiene que el artista "debe desde�ar altivamente la facilidad que le ofrece el modismo callejero, admirable muchas veces para el art�culo de costumbres, pero que est� distante de la fina aristocracia que debe tener la forma art�stica" (28).

El pensamiento de la generaci�n futurista es, por otra parte, el de Riva Ag�ero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de G�lvez, en este y otros debates, no tiene sino un valor individual. La generaci�n futurista, en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo de G�lvez en la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada pol�ticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los herederos de la Colonia.

La casta feudal no tiene otros t�tulos que los de la tradici�n colonial. Nada m�s concordante con su inter�s que una corriente literaria tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe sino una orden perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de una clase, de una "casta".

Y quien dude del origen fundamentalmente pol�tico del fen�meno "futurista" no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de abogados, escritores, literatos, etc., no se content� con ser s�lo un movimiento. Cuando lleg� a su mayor edad quiso ser un partido.

 

X. COL�NIDA Y VALDELOMAR


"Col�nida" represent� una insurrecci�n decir una revoluci�n ser�a exagerar su importancia contra el academicismo y sus oligarqu�as, su �nfasis ret�rico, su gusto conservador, su galanter�a dieciochesca y su melancol�a mediocre y ojerosa. Los col�nidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo. Su movimiento, demasiado heter�clito y an�rquico, no pudo condensarse en una tendencia ni concretarse en una f�rmula. Agot� su energ�a en su grito iconoclasta y su orgasmo esnobista.

Una ef�mera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento. Porque "Col�nida" no fue un grupo, no fue un cen�culo, no fue una escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de �nimo. Varios escritores hicieron "colonidismo" sin pertenecer a la capilla de Valdelomar. El "colonidismo" careci� de contornos definidos. Fugaz meteoro literario, no pretendi� nunca cuajarse en una forma. No impuso a sus adherentes un verdadero rumbo est�tico. El "colonidismo" no constitu�a una idea ni un m�todo. Constitu�a un sentimiento eg�latra, individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador. "Col�nida" no era siquiera un haz de temperamentos afines; no era al menos propiamente una generaci�n. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson, etc., milit�bamos algunos escritores adolescentes, nov�simos, principiantes. Los "col�nidos" no coincid�an sino en la revuelta contra todo academicismo. Insurg�an contra los valores, las reputaciones y los temperamentos acad�micos. Su nexo era una protesta; no una afirmaci�n. Conservaron sin embargo, mientras convivieron en el mismo movimiento, algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente, elitista, aristocr�tico, algo m�rbido. Valdelomar, trajo de Europa g�rmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente voluptuoso, ret�rico y meridional.

La bizarr�a, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de los "col�nidos" fueron �tiles. Cumplieron una funci�n renovadora. Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar rapsodia de la m�s mediocre literatura espa�ola. Le propusieron nuevos y mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus iconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificar�an como "una revisi�n de nuestros valores literarios". "Col�nida" fue una fuerza negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios literatos que se opon�an al acaparamiento de la fama nacional por un arte anticuado, oficial y pompier.

De otro lado, los "col�nidos" no se comportaron siempre con injusticia. Simpatizaron con todas las figuras her�ticas, heterodoxas, solitarias de nuestra literatura. Loaron y rodearon a Gonz�lez Prada. En el "colonidismo" se advierte algunas huellas de influencia del autor de P�ginas Libres y Ex�ticas. Se observa tambi�n que los "col�nidos" tomaron de Gonz�lez Prada lo que menos les hac�a falta. Amaron lo que en Gonz�lez Prada hab�a de arist�crata, de parnasiano, de individualista; ignoraron lo que en Gonz�lez Prada hab�a de agitador, de revolucionario. More defin�a a Gonz�lez Prada como "un griego nacido en un pa�s de zambos". "Col�nida", adem�s, valoriz� a Eguren, desde�ado y desestimado por el gusto mediocre de la cr�tica y del p�blico de entonces.

El fen�meno "col�nida" fue breve. Despu�s de algunas escaramuzas pol�micas, el "colonidismo" tramont� definitivamente. Cada uno de los "col�nidos" sigui� su propia trayectoria personal. El movimiento qued� liquidado. Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el fondo de m�s de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El "colonidismo", como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de renovaci�n que gener� el movimiento "col�nida" no pod�a satisfacerse con un poco de decadentismo y otro poco de exotismo. "Col�nida" no se disolvi� expl�cita ni sensiblemente porque jam�s fue una facci�n, sino una postura interina, un adem�n provisorio.

El "colonidismo" neg� e ignor� la pol�tica. Su elitismo, su individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus emociones. Los "col�nidos" no ten�an orientaci�n ni sensibilidad pol�ticas. La pol�tica les parec�a una funci�n burguesa, burocr�tica, prosaica. La revista Col�nida era escrita para el Palais Concert y el jir�n de la Uni�n. Federico More ten�a afici�n org�nica a la conspiraci�n y al panfleto; pero sus concepciones pol�ticas eran antidemocr�ticas, antisociales, reaccionarias. More so�aba con una aristarqu�a, casi con una artecracia. Desconoc�a y despreciaba la realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto.

Pero terminado el experimento "col�nida", los escritores que en �l intervinieron, sobre todo los m�s j�venes, empezaron a interesarse por las nuevas corrientes pol�ticas. Hay que buscar las ra�ces de esta conversi�n en el prestigio de la literatura pol�tica de Unamuno, de Araquist�in, de Alomar y de otros escritores de la revista Espa�a; en los efectos de la predicaci�n de Wilson, elocuente y universitaria, propugnando una nueva libertad; y en la sugesti�n de la mentalidad de V�ctor M. Ma�rtua cuya influencia en el orientamiento socialista de varios de nuestros intelectuales casi nadie conoce. Esta nueva actitud espiritual fue marcada tambi�n por una revista, m�s ef�mera a�n que Col�nida: Nuestra �poca. En Nuestra �poca, destinada a las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron F�lix del Valle, C�sar Falc�n, C�sar Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson, C�sar A. Rodr�guez, C�sar Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un conglomerado distinto del de Col�nida. Figuraban en �l un disc�pulo de Ma�rtua, un futuro catedr�tico de la Universidad: Ugarte; y un agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, m�s pol�tico que literario, Valdelomar no era ya un l�der. Segu�a a escritores m�s j�venes y menos conocidos que �l. Actuaba en segunda fila.

Valdelomar, sin embargo, hab�a evolucionado. Un gran artista es casi siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle, pl�cida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como �scar Wilde, Valdelomar habr�a llegado a amar el socialismo. Valdelomar no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado demag�gico y tumultuario de billinghurista. Se complac�a de que en su historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar se sent�a atra�do por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios cap�tulos de su literatura, no exenta de notas c�vicas. Valdelomar escribi� para los ni�os de las escuelas de Huaura su oraci�n a San Mart�n. Ante un auditorio de obreros, pronunci� en algunas ciudades del norte durante sus andanzas de conferencista n�made, una oraci�n al trabajo. Recuerdo que, en nuestros �ltimos coloquios, escuchaba con inter�s y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este instante de gravidez, de maduraci�n, de tensi�n m�ximas, lo abati� la muerte.

* * *

No conozco ninguna definici�n certera, exacta, n�tida, del arte de Valdelomar. Me explico que la cr�tica no la haya formulado todav�a. Valdelomar muri� a los treinta a�os cuando �l mismo no hab�a conseguido a�n encontrarse, definirse. Su producci�n desordenada, dispersa, vers�til, y hasta un poco incoherente, no contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustr�. Valdelomar no logr� realizar plenamente su personalidad rica y exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas p�ginas magn�ficas.

Su personalidad no s�lo influy� en la actitud espiritual de una generaci�n de escritores. Inici� en nuestra literatura una tendencia que luego se ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sinti�, al mismo tiempo, atra�do por el criollismo y el inka�smo. Busc� sus temas en lo cotidiano y lo humilde. Revivi� su infancia en una aldea de pescadores. Descubri�, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado aut�ctono.

Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo. La egolatr�a de Valdelomar era en gran parte humor�stica. Valdelomar dec�a en broma casi todas las cosas que el p�blico tomaba en serio. Las dec�a pour �pater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen re�do con �l de sus "poses" megaloman�acas, Valdelomar no hubiese insistido tanto en su uso. Valdelomar impregn� su obra de un humorismo elegante, alado, �tico, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus art�culos de peri�dicos, sus "di�logos m�ximos", sol�an estar llenos del m�s gentil donaire. Esta prosa habr�a podido ser m�s cincelada, m�s elegante, m�s duradera; pero Valdelomar no ten�a casi tiempo para pulirla. Era una prosa improvisada y period�stica (29).

Ning�n humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa. Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano gemelo de un sauce hep�tico y desdichado, es una de esas caricaturas melanc�licas que a Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela de sabor pirandelliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado, p�lido y canijo personaje.

Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo. Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su �nimo. Era Valdelomar demasiado pante�sta y sensual para ser pesimista. Cre�a con D'Annunzio que "la vida es bella y digna de ser magn�ficamente vivida". En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su esp�ritu. Valdelomar busc� perennemente la felicidad y el placer. Pocas veces logr� gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena, absoluta, exaltadamente.

En su "Confiteor" que es tal vez la m�s noble, la m�s pura, la m�s bella poes�a er�tica de nuestra literatura, Valdelomar toca el m�s alto grado de exaltaci�n dionis�aca. Transido de emoci�n er�tica, el poeta piensa que la naturaleza, el Universo, no pueden ser extra�os ni indiferentes a su amor. Su amor no es ego�sta: necesita sentirse rodeado por una alegr�a c�smica. He aqu� esta nota suprema de "Confiteor":

 

Ml AMOR ANIMAR� EL MUNDO

�Qu� har� el d�a en que sus ojos
tengan para m� una mirada de amor?
Mi alma llenar� el mundo de alegr�a,
la Naturaleza vibrar� con el temblor de mi coraz�n,
todos ser�n felices:
el cielo, el mar, los �rboles, el paisaje... Mi pasi�n
pondr� en el universo, ahora triste,
las alegres notas de una divina coloraci�n;
cantar�n las aves, las copas de los �rboles
entonar�n una balada; hasta el pante�n
llegar� la alegr�a de mi alma

y los muertos sentir�n el soplo fresco de mi amor.

 

�ES POSIBLE SUFRIR?

�Qui�n dice que la vida es triste?
�Qui�n habla de dolor?

�Qui�n se queja?... �Qui�n sufre?... �Qui�n llora?


"Confiteor" es la ingenua confidencia l�rica de un enamorado exultante de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta "tiembla como un junco d�bil". Y con la c�ndida convicci�n de los enamorados, dice que no todos pueden comprender su pasi�n. La imagen de su amada, es una imagen prerrafaelista, presentida s�lo por los que han "contemplado el lienzo de Burne Jones donde est� el �ngel de la Anunciaci�n". En el amor, ninguno de nuestros poetas hab�a llegado antes a este lirismo absoluto. Hay algo de allegro beethoveniano en los versos transcritos.

A Valdelomar, a pesar de "El Hermano Ausente", a pesar de "Confiteor" y otros versos, se le regatea el t�tulo de poeta que en cambio se discierne por ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja cr�tica. �Qu� puede decir esta cr�tica de Valdelomar y de su obra? Los matices m�s nobles, las notas m�s delicadas del temperamento de este gran l�rico no podr�n ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un hombre n�made, vers�til, inquieto como su tiempo. Fue "muy moderno, audaz, cosmopolita". En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia.

Valdelomar no es todav�a, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre �l demasiadas influencias decadentistas. Entre "las cosas inefables e infinitas", que intervienen en el desarrollo de sus leyendas inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crep�sculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D'Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia mar�tima y pal�dica, exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de Il Fuoco.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicaci�n decadentista su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d'annunziano. El humour da el tono al mejor de sus cuentos: "Hebaristo, el sauce que muri� de amor". Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la �poca de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el m�todo: identificaci�n pante�sta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario; pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocr�tico, peque�o burgu�s, inconcluso; pirandelliano por el drama: el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo s�rdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.

Un sentimiento pante�sta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas r�sticas. La emoci�n de su infancia est� hecha de hogar, de playa y de campo. El "soplo denso, perfumado del mar", la impregna de una tristeza t�nica y salobre:
 

y lo que �l me dijera a�n en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegr�a nadie me la supo ense�ar.

("Tristitia")


Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. Nueva York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el "caballero carmelo". Del piso 54 de Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerba santa y la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidosc�pica de su fantas�a. El dandismo de sus cuentos yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus im�genes chinas u orientales ("mi alma tiembla como un junco d�bil"), el romanticismo de sus leyendas inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transiciones y sin rupturas espirituales.

Su obra es esencialmente fragmentaria y escis�para. La existencia y el trabajo del artista se resent�an de indisciplina y exuberancia criollas. Valdelomar reun�a, elevadas a su m�xima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo coste�o. Era un temperamento excesivo, que del m�s exasperado orgasmo creador ca�a en el m�s asi�tico y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simult�neamente ocupaban su imaginaci�n un ensayo est�tico, una divagaci�n humor�stica, una tragedia pastoril (Verdolaga), una vida romancesca (La Mariscala). Pero pose�a el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las ri�as de gallos, cualquier tema pod�a poner en marcha su imaginaci�n, con fructuosa cosecha art�stica. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A �l se le revel�, primero que a nadie en nuestras letras, la tr�gica belleza agonal de ]as corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado a�n a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribi� su Belmonte, el tr�gico.

La "greguer�a" empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de G�mez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atom�stico de la "greguer�a" era, adem�s, innato en �l, aficionado a la pesquisa original y a la b�squeda microc�smica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba a�n en G�mez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crep�sculo.

Impresionismo: esta es, dentro de su variedad espacial, la filiaci�n m�s precisa de su arte.

 

XI. NUESTROS "INDEPENDIENTES"


Al margen de los movimientos, de las tendencias, de los cen�culos y hasta de las propias generaciones, no han faltado en el proceso de nuestra literatura casos m�s o menos independientes y solitarios de vocaci�n literaria. Pero en el proceso de una literatura se borra lentamente el recuerdo del escritor y del artista que no dejan descendencia. El escritor, el artista, pueden trabajar fuera de todo grupo, de toda escuela, de todo movimiento. Mas su obra entonces no puede salvarlo del olvido si no es en s� misma un mensaje a la posteridad. No sobrevive sino el precursor, el anticipador, el suscitador. Por esto, las individualidades me interesan, sobre todo, por su influencia. Las individualidades, en mi estudio, no tienen su m�s esencial valor en s� mismas, sino en su funci�n de signos.

Ya hemos visto c�mo a una generaci�n o, mejor, a un movimiento radical que reconoci� su l�der en Gonz�lez Prada, sigui� un movimiento neo-civilista o colonialista que proclam� su patriarca a Palma. Y c�mo vino despu�s un movimiento "col�nida" precursor de una nueva generaci�n. Pero eso no quiere decir que toda la literatura de este largo per�odo corresponda necesariamente al fen�meno "futurista" o al fen�meno "col�nida".

Tenemos el caso del poeta Domingo Mart�nez Luj�n, bizarro esp�cimen de la vieja bohemia rom�ntica, algunos de cuyos versos se�alar�n en las antolog�as algo as� como la primera nota rubendariana de nuestra poes�a. Tenemos el caso de Manuel Beingolea, cuentista de fino humorismo y de exquisita fantas�a que cultiva, en el cuento, el decadentismo de lo raro y lo extraordinario. Tenemos el caso de Jos� Mar�a Eguren, que representa en nuestra historia literaria la poes�a "pura", antes que la poes�a simbolista.

El caso de Eguren, empero, por su excepcional ascendiente, no se mantiene extra�o al juego de las tendencias. Constituye un valor surgido aparte de una generaci�n, pero que deviene luego un valor pol�mico en el di�logo de dos generaciones en contraste. Desconocido, desde�ado por la generaci�n "futurista" que aclama como su poeta a G�lvez, Eguren es descubierto y adoptado por el movimiento "col�nida".

La revelaci�n de Eguren empieza en la revista Contempor�neos, sobre la que debo decir algunas palabras. Contempor�neos marca incontestablemente una fecha en nuestra historia literaria. Fundada por Enrique Bustamante y Ballivi�n y Julio Alfonso Hern�ndez, esta revista aparece como el �rgano de un grupo de "independientes" que sienten la necesidad de afirmar su autonom�a del cen�culo "colonialista". De la generaci�n de Riva Ag�ero, estos "independientes" repudian m�s la est�tica que el esp�ritu. Contempor�neos se presenta, ante todo, como la avanzada del modernismo en el Per�. Su programa es exclusivamente literario. Hasta como simple revista de renovaci�n literaria, le faltan agresividad, exaltaci�n, beligerancia. Tiene la ponderaci�n parnasiana de Enrique Bustamante y Ballivi�n, su director. Mas sus actitudes poseen de todos modos un sentido de protesta. Los "independientes" de Contempor�neos bus-can la amistad de Gonz�lez Prada. Este gesto afirma por s� solo una "secesi�n". El poeta de Ex�ticas, el prosador de P�ginas Libres, que entonces no colaboraba sino en alg�n acre y pobre peri�dico anarquista, reaparece en 1909 ante el p�blico de las revistas literarias, en compa��a de unos independientes que estimaban en �l al parnasiano, al arist�crata, m�s que al acusador, m�s que al rebelde. Pero no importa. Este hecho anuncia ya una reacci�n.

La revista Contempor�neos, desaparecida despu�s de unos cuantos n�meros, intenta renacer en una revista m�s voluminosa, Cultura. Bustamante y Ballivi�n se asocia para esta tentativa a Valdelomar. Pero antes del primer n�mero, los co-directores ri�en. Cultura sale sin Valdelomar. El primer y �nico n�mero da la impresi�n de una revista m�s ecl�ctica, menos representativa que Contempor�neos. El fracaso de este experimento prepara a Col�nida.

Pero estos y otros intentos revelan que si la generaci�n de Riva Ag�ero no pudo desdoblarse y dividirse en dos bandos, en dos grupos antag�nicos y definidos, no constituy� tampoco una generaci�n uniforme y un�nime. En ninguna generaci�n se presentan esta uniformidad, esta unanimidad. La de Riva Ag�ero tuvo sus "independientes", tuvo sus heterodoxos. Espiritual e ideol�gicamente, el de m�s personalidad y significaci�n fue sin duda Pedro S. Zulen. A Zulen no le disgustaban �nicamente el academicismo y la ret�rica de los "futuristas"; le disgustaba profundamente el esp�ritu conservador y tradicionalista. Frente a una generaci�n "colonialista", Zulen se declar� "pro-indigenista". Los dem�s "independientes" -Enrique Bustamante y Ballivi�n, Alberto J. Ureta, etc.- se contentaron con una impl�cita secesi�n literaria.

 

XII. EGUREN


Jos� Mar�a Eguren representa en nuestra historia literaria la poes�a pura. Este concepto no tiene ninguna afinidad con la tesis del Abate Br�mond. Quiero simplemente expresar que la poes�a de Eguren se distingue de la mayor parte de la poes�a peruana en que no pretende ser historia, ni filosof�a ni apolog�tica sino exclusiva y solamente poes�a.

Los poetas de la Rep�blica no heredaron de los poetas de la Colonia la afici�n a la poes�a teol�gica mal llamada religiosa o m�stica pero s� heredaron la afici�n a la poes�a cortesana y ditir�mbica. El parnaso peruano se engros� bajo la Rep�blica con nuevas odas, magras unas, hinchadas otras. Los poetas ped�an un punto de apoyo para mover el mundo, pero este punto de apoyo era siempre un evento, un personaje. La poes�a se presentaba, por consiguiente, subordinada a la cronolog�a. Odas a los h�roes o hechos de Am�rica cuando no a los reyes de Espa�a, constitu�an los m�s altos monumentos de esta poes�a de efem�rides o de ceremonia que no encerraba la emoci�n de una �poca o de una gesta sino apenas de una fecha. La poes�a sat�rica estaba tambi�n, por raz�n de su oficio, demasiado encadenada al evento, a la cr�nica.

En otros casos, los poetas cultivaban el poema filos�fico que generalmente no es poes�a ni es filosof�a. La poes�a degeneraba en un ejercicio de declamaci�n metaf�sica.

El arte de Eguren es la reacci�n contra este arte g�rrulo y ret�rico, casi �ntegramente compuesto de elementos temporales y contingentes. Eguren se comporta siempre como un poeta puro. No escribe un solo verso de ocasi�n, un solo canto sobre medida. No se preocupa del gusto del p�blico ni de la cr�tica. No canta a Espa�a, ni a Alfonso XIII, ni a Santa Rosa de Lima. No recita siquiera sus versos en veladas ni fiestas. Es un poeta que en sus versos dice a los hombres �nicamente su mensaje divino.

�C�mo salva este poeta su personalidad? �C�mo encuentra y afina en esta turbia atm�sfera literaria sus medios de expresi�n? Enrique Bustamante y Ballivi�n que lo conoce �ntimamente nos ha dado un interesante esquema de su formaci�n art�stica: "Dos han sido los m�s importantes factores en la formaci�n del poeta dotado de riqu�simo temperamento: las impresiones campestres recibidas en su infancia en Chuquitanta, hacienda de su familia en las inmediaciones de Lima, y las lecturas que desde su ni�ez le hiciera de los cl�sicos espa�oles su hermano Jorge. Di�ronle las primeras no s�lo el paisaje que da fondo a muchos de sus poemas, sino el profundo sentimiento de la Naturaleza expresado en s�mbolos como lo siente la gente del campo que lo anima con leyendas y consejas y lo puebla de duendes y brujas, monstruos y trasgos. De aquellas cl�sicas lecturas, hechas con culto criterio y ponderado buen gusto, sac� la afici�n literaria, la riqueza de l�xico y ciertos giros arcaicos que dan sabor peculiar a su muy moderna poes�a. De su hogar, profundamente cristiano y m�stico, de recia moralidad cerrada, obtuvo la pureza de alma y la tendencia al ensue�o. Puede agregarse que en �l, por su hermana Susana, buena pianista y cantante, obtuvo la afici�n musical que es tendencia de muchos de sus versos. En cuanto al color y a la riqueza pl�stica, no se debe olvidar que Eguren es un buen pintor (aunque no llegue a su altura de poeta) y que comenz� a pintar antes de escribir. Ha notado alg�n cr�tico que Eguren es un poeta de la infancia y que all� est� su virtud principal. Ello seguramente ha de tener origen (aunque discrepemos de la opini�n del cr�tico) en que los primeros versos del poeta fueron escritos para sus sobrinas y que son cuadros de la infancia en que ellas figuran" (30).

Encuentro excesivo o, m�s bien, impreciso, calificar a Eguren de poeta de la infancia. Pero me parece evidente su calidad esencial de poeta de esp�ritu y sensibilidad infantiles. Toda su poes�a es una versi�n encantada y alucinada de la vida. Su simbolismo viene, ante todo, de sus impresiones de ni�o. No depende de influencias ni de sugestiones literarias. Tiene sus ra�ces en la propia alma del poeta. La poes�a de Eguren es la prolongaci�n de su infancia. Eguren conserva �ntegramente en sus versos la ingenuidad y la r�verie del ni�o. Por eso su poes�a es una visi�n tan virginal de las cosas. En sus ojos deslumbrados de infante, est� la explicaci�n total del milagro.

Este rasgo del arte de Eguren no aparece s�lo en las que espec�ficamente pueden ser clasificadas como poes�as de tema infantil. Eguren expresa siempre las cosas y la Naturaleza con im�genes que es f�cil identificar y reconocer como escapadas de su subconsciencia de ni�o. La pl�stica imagen de un "rey colorado de barba de acero" una de las notas preciosas de "Eroe" poes�a de m�sica rubendariana no puede ser encontrada sino por la imaginaci�n de un infante. "Los reyes rojos", una de las m�s bellas creaciones del simbolismo de Eguren, acusa an�logo origen en su bizarra composici�n de calcoman�a:
 

Desde la aurora
combaten dos reyes rojos,
con lanza de oro.

Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ce�o.

Falcones reyes
batallan en lejan�as
de oro azulinas.

Por la luz cadmio,
airadas se ven peque�as
sus formas negras.

Viene la noche
y firmes combaten foscos

los reyes rojos.


Nace tambi�n de este encantamiento del alma de Eguren su gusto por lo maravilloso y lo fabuloso. Su mundo es el mundo indescifrable y aladinesco de "la ni�a de la l�mpara azul". Con Eguren aparece por primera vez en nuestra literatura la poes�a de lo maravilloso. Uno de los elementos y de las caracter�sticas de esta poes�a es el exotismo. Simb�licas tiene un fondo de mitolog�a escandinava y de medioevo germano. Los mitos helenos no asoman nunca en el paisaje wagneriano y grotesco de sus cromos sintetistas.

* * *

Eguren no tiene ascendientes en la literatura peruana. No los tiene tampoco en la propia poes�a espa�ola. Bustamante y Ballivi�n afirma que Gonz�lez Prada "no encontraba en ninguna literatura origen al simbolismo de Eguren". Tambi�n yo recuerdo haber o�do a Gonz�lez Prada m�s o menos las mismas palabras.

Clasifico a Eguren entre los precursores del per�odo cosmopolita de nuestra literatura. Eguren he dicho ya aclimata en un clima poco propicio la flor preciosa y p�lida del simbolismo. Pero esto no quiere decir que yo comparta, por ejemplo, la opini�n de los que suponen en Eguren influencias vivamente perceptibles del simbolismo franc�s. Pienso, por el contrario, que esta opini�n es equivocada. El simbolismo franc�s no nos da la clave del arte de Eguren. Se pretende que en Eguren hay trazas especiales de la influencia de Rimbaud. Mas el gran Rimbaud era, temperamentalmente, la ant�tesis de Eguren. Nietzscheano, ag�nico, Rimbaud habr�a exclamado con el Guill�n de Deucali�n: "Yo he de ayudar al Diablo a conquistar el cielo". Andr� Rouveyre lo declara "el prototipo del sarcasmo demon�aco y del blasfemo despreciante". M�lite de la Comuna, Rimbaud ten�a una psicolog�a de aventurero y de revolucionario. "Hay que ser absolutamente moderno", repet�a. Y para serlo dej� a los veintid�s a�os la literatura y Par�s. A ser poeta en Par�s prefiri� ser pioneer en �frica. Su vitalidad excesiva no se resignaba a una bohemia citadina y decadente, m�s o menos verleniana. Rimbaud, en una palabra, era un �ngel rebelde. Eguren, en cambio, se nos muestra siempre exento de satanismo. Sus tormentas, sus pesadillas son encantada e infantilmente fe�ricas. Eguren encuentra pocas veces su acento y su alma tan cristalinamente como en "Los �ngeles Tranquilos":
 

Pas� el vendaval; ahora
con perlas y berilos,
cantan la soledad aurora
los �ngeles tranquilos.

Modulan canciones santas
en dulces bandolines;
viendo ca�das las hojosas plantas
de campos y jardines.

Mientras el sol en la neblina
vibra sus oropeles,
besan la muerte blanquecina
en los Saharas crueles.

Se alejan de madrugada
con perlas y berilos
y con la luz del cielo en la mirada

los �ngeles tranquilos.


El poeta de Simb�licas y de La Canci�n de las Figuras representa, en nuestra poes�a, el simbolismo; pero no un simbolismo. Y mucho menos una escuela simbolista. Que nadie le regatee originalidad. No es l�cito regatearla a quien ha escrito versos tan absoluta y rigurosamente originales como los de "El Duque":
 

Hoy se casa el duque Nuez;
viene el chantre, viene el juez
y con pendones escarlata
florida cabalgata;
a la una, a las dos, a las diez;
que se casa el Duque primor
con la hija de Clavo de Olor.
All� est�n, con pieles de bisonte,
los caballos de Lobo del Monte,
y con ce�o triunfante,
Galo cetrino, Rodolfo Montante.
Y en la capilla est� la bella,
mas no ha venido el Duque tras ella;
los magnates postradores,
aduladores
al suelo el penacho inclinan;
los corvados, los bisiestos
dan sus gestos, sus gestos, sus gestos;
y la turba melenuda
estornuda, estornuda, estornuda.
Y a los p�rticos y a los espacios
mira la novia con ardor...
son sus ojos dos topacios
de brillor.
Y hacen fieros ademanes,
nobles rojos como alacranes;
concentrando sus resuellos
grita el m�s herc�leo de ellos:
�Qui�n al gran Duque entretiene?
�ya el gran cortejo se irrita! ...
Pero el Duque no viene;...

se lo ha comido Paquita.


Rub�n Dar�o cre�a pensar en franc�s m�s bien que en castellano. Probablemente no se enga�aba. El decadentismo, el preciosismo, el bizantinismo de su arte son los del Par�s finisecular y verleniano del cual el poeta se sinti� hu�sped y amante. Su barca, "proven�a del divino astillero del divino Watteau". Y el galicismo de su esp�ritu engendraba el galicismo de su lenguaje. Eguren no presenta el uno ni el otro. Ni siquiera su estilo se resiente de afrancesamiento (3l). Su forma es espa�ola; no es francesa. Es frecuente y es s�lito en sus versos, como lo remarca Bustamante y Ballivi�n, el giro arcaico. En nuestra literatura, Eguren es uno de los que representan la reacci�n contra el espa�olismo porque, hasta su orto, el espa�olismo era todav�a retoricismo barroco o romanticismo grandilocuente. Eguren, en todo caso, no es como Rub�n Dar�o un enamorado de la Francia siglo dieciocho y rococ�. Su esp�ritu desciende del Medioevo, m�s bien que del Setecientos. Yo lo hallo hasta m�s g�tico que latino. Ya he aludido a su predilecci�n por los mitos escandinavos y germ�nicos. Constatar� ahora que en algunas de sus primeras composiciones, de acento y gusto un poco rubendarianos, como "Las Bodas Vienesas" y "Lis", la imaginaci�n de Eguren abandona siempre el mundo dieciochesco para partir en busca de un color o una nota medioevales:
 

Comienzan ambiguas
a�osas marquesas
sus danzas antiguas
y sus polonesas.

Y llegan arqueros
de largos bigotes
y evitan los fieros

de los monigotes.


Me parece que algunos elementos de su poes�a la ternura y el candor de la fantas�a, verbigratia emparentan vagamente a veces a Eguren con Maeterlinck el Maeterlinck de los buenos tiempos. Pero esta indecisa afinidad no revela precisamente una influencia maeterlinckiana. Depende m�s bien de que la poes�a de Eguren, por las rutas de lo maravilloso, por los caminos del sue�o, toca el misterio. Mas Eguren interpreta el misterio con la inocencia de un ni�o alucinado y vidente. Y en Maeterlinck el misterio es con frecuencia un producto de alquimia literaria.

Objetando su galicismo, analizando su simbolismo, se abre de improviso, fe�ricamente, como en un encantamiento, la puerta secreta de una interpretaci�n geneal�gica del esp�ritu y del temperamento de Jos� M. Eguren.

* * *

Eguren desciende del Medio Evo. Es un eco puro extraviado en el tr�pico americano del Occidente medioeval. No procede de la Espa�a morisca sino de la Espa�a g�tica. No tiene nada de �rabe en su temperamento ni en su esp�ritu. Ni siquiera tiene mucho de latino. Sus gustos son un poco n�rdicos. P�lido personaje de Van Dyck, su poes�a se puebla a veces de im�genes y reminiscencias flamencas y germanas. En Francia el clasicismo le reprochar�a su falta de orden y claridad latinas. Maurras lo hallar�a demasiado tudesco y ca�tico. Porque Eguren no procede de la Europa renacentista o rococ�. Procede espiritualmente de la edad de las cruzadas y las catedrales. Su fantas�a bizarra tiene un parentesco caracter�stico con la de los decoradores de las catedrales g�ticas en su afici�n a lo grotesco. El genio infantil de Eguren se divierte en lo grotesco, finamente estilizado con gusto prerrenacentista:
 

Dos infantes oblongos deliran
y al cielo levantan sus r�pidas manos
y dos rubias gigantes suspiran
y el coro preludian cretinos ancianos.

"Y al dulzor de virg�neas camelias
va en pos del cortejo la banda macrovia
y r�gidas, fuertes, las t�as Adelias,
y luego cojeando, cojeando la novia.
("Las Bodas Vienesas")

A la sombra de los estucos
llegan viejos y zancos,
en sus mamelucos
los vampiros blancos.
("Diosa Ambarina")

Los magnates postradores
aduladores
al suelo el penacho inclinan
los corvados, los bisiestos
dan sus gestos, sus gestos, sus gestos;
y la turba melenuda
estornuda, estornuda, estornuda.

("El Duque")


En Eguren subsiste, mustiado por los siglos, el esp�ritu aristocr�tico. Sabemos que en el Per� la aristocracia colonial se transform� en burgues�a republicana. El antiguo encomendero reemplaz� formalmente sus principios feudales y aristocr�ticos por los principios demoburgueses de la revoluci�n libertadora. Este sencillo cambio le permiti� conservar sus privilegios de encomendero y latifundista. Por esta metamorfosis, as� como no tuvimos bajo el Virreinato una aut�ntica aristocracia, no tuvimos tampoco bajo la Rep�blica una aut�ntica burgues�a. Eguren el caso ten�a que darse en un poeta es tal vez el �nico descendiente de la genuina Europa medioeval y g�tica. Biznieto de la Espa�a aventurera que descubri� Am�rica, Eguren se satura en la hacienda coste�a, en el solar nativo, de ancianos aromas de leyenda. Su siglo y su medio no sofocan en �l del todo el alma medioeval (En Espa�a, Eguren habr�a amado como Valle Incl�n los h�roes y los hechos de las guerras carlistas). No nace cruzado es demasiado tarde para serlo, pero nace poeta. La afici�n de su raza a la aventura se salva en la goleta corsaria de su imaginaci�n. Como no le es dado tener el alma aventurera, tiene al menos aventurera la fantas�a.

Nacida medio siglo antes, la poes�a de Eguren habr�a sido rom�ntica (32), aunque no por esto de m�rito menos imperecedero. Nacida bajo el signo de la decadencia novecentista, ten�a que ser simbolista (Maurras no se enga�a cuando mira en el simbolismo la cola de la cola del romanticismo). Eguren habr�a necesitado siempre evadirse de su �poca, de la realidad. El arte es una evasi�n cuando el artista no puede aceptar ni traducir la �poca y la realidad que le tocan. De estos artistas han sido en nuestra Am�rica -dentro de sus temperamentos y sus tiempos dis�miles- Jos� Asunci�n Silva y Julio Herrera y Reissig.

Estos artistas maduran y florecen extra�os y contrarios al penoso y �spero trabajo de crecimiento de sus pueblos. Como dir�a Jorge Luis Borges, son artistas de una cultura, no de una estirpe. Pero son quiz� los �nicos artistas que, en ciertos per�odos de su historia, puede poseer un pueblo, puede producir una estirpe. Valerio Brussiov, Alejandro Block, simbolistas y arist�cratas tambi�n, representaron en los a�os anteriores a la revoluci�n, la poes�a rusa. Venida la revoluci�n, los dos descendieron de su torre solariega al �gora ensangrentada y tempestuosa.

Eguren, en el Per�, no comprende ni conoce al pueblo. Ignora al indio, lejano de su historia y extra�o a su enigma. Es demasiado occidental y extranjero espiritualmente para asimilar el orientalismo ind�gena. Pero, igualmente, Eguren no comprende ni conoce tampoco la civilizaci�n capitalista, burguesa, occidental. De esta civilizaci�n, le interesa y le encanta �nicamente, la colosal jugueter�a. Eguren se puede suponer moderno porque admira el avi�n, el submarino, el autom�vil. Mas en el avi�n, en el autom�vil, etc., admira no la m�quina sino el juguete. El juguete fant�stico que el hombre ha construido para atravesar los mares y los continentes. Eguren ve al hombre jugar con la m�quina; no ve, como Rabindranath Tagore, a la m�quina esclavizar al hombre.

La costa m�rbida, blanda, parda, lo ha aislado tal vez de la historia y de la gente peruanas. Quiz� la sierra lo habr�a hecho diferente Una naturaleza incolora y mon�tona es responsable, en todo caso, de que su poes�a sea algo as� como una poes�a de c�mara. Poes�a de estancia y de interior. Porque as� como hay una m�sica y una pintura de c�mara, hay tambi�n una poes�a de c�mara. Que, cuando es la voz de un verdadero poeta, tiene el mismo encanto.

 

XIII. ALBERTO HIDALGO


Alberto Hidalgo signific� en nuestra literatura, de 1917 al 18, la exasperaci�n y la terminaci�n del experimento "col�nida". Hidalgo llev� la megaloman�a, la egolatr�a, la beligerancia del gesto "col�nida" a sus m�s extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no habr�a sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, alcanzaron en el Hidalgo, todav�a provinciano, de Panoplia L�rica, su m�ximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su aventuroso viaje por los dominios d'annunzianos, en el cual acaso porque en D'Annunzio junto a Venecia bizantina est�n el Abruzzo r�stico y la playa adri�tica, descubri� la costa de la criolledad y entrevi� lejano el continente del inka�smo. Valdelomar hab�a guardado, en sus actitudes m�s eg�latras, su humorismo. Hidalgo, un poco tieso a�n dentro de su chaqu� arequipe�o, no ten�a la misma agilidad para la sonrisa. El gesto "col�nida" en �l era pat�tico. Pero Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovaci�n literaria, quiz� por su misma bronca virginidad de provinciano, a quien la urbe no hab�a aflojado, un gusto viril por la mec�nica, el maquinismo, el rascacielos, la velocidad, etc. Si con Valdelomar incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso chocolate escol�stico, a D'Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti, explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario, continuaba, desde otro punto de vista, la l�nea de Gonz�lez Prada y More. Era un personaje excesivo para un p�blico sedentario y reum�tico. La fuerza centr�fuga y secesionista que lo empuja, se lo llev� de aqu� en un torbellino.

Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva estatura americana. Su literatura tiene circulaci�n y cotizaci�n en todos los mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de secesi�n. El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas las latitudes de la imaginaci�n. Pero Hidalgo est� como no pod�a dejar de estaren la vanguardia. Se siente seg�n sus palabras en la izquierda de la izquierda.

Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La experiencia vanguardista le es, �ntegramente, familiar. De esta gimnasia incesante, ha sacado una t�cnica po�tica depurada de todo rezago sospechoso. Su expresi�n es l�mpida, bru�ida, certera, desnuda. El lema de su arte es este: "simplismo".

Pero Hidalgo, por su esp�ritu, est�, sin quererlo y sin saberlo, en la �ltima estaci�n rom�ntica. En muchos versos suyos, encontramos la confesi�n de su individualismo absoluto. De todas las tendencias literarias contempor�neas, el unanimismo es, evidentemente, la m�s extra�a y ausente de su poes�a. Cuando logra su m�s alto acento de l�rico puro, se evade a veces de su egocentrismo. As�, por ejemplo, cuando dice: "Soy apret�n de manos a todo lo que vive. / Poseo plena la vecindad del mundo". Mas con estos versos empieza su poema "Envergadura del Anarquista" que es la m�s sincera y l�rica efusi�n de su individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de "vecindad del mundo" acusa el sentimiento de secesi�n y de soledad.

El romanticismo entendido como movimiento literario y art�stico, anexo a la revoluci�n burguesa se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El simbolismo, el decadentismo, no han sido sino estaciones rom�nticas. Y lo han sido tambi�n las escuelas modernistas en los artistas que no han sabido escapar al subjetivismo excesivo de la mayor parte de sus proposiciones.

Hay un s�ntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor que ning�n otro, un proceso de disoluci�n: el empe�o con que cada arte, y hasta cada elemento art�stico, reivindica su autonom�a. Hidalgo es uno de los que m�s radicalmente adhieren a este empe�o, si nos atenemos a su tesis del "poema de varios lados". "Poema en el que cada uno de sus versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una idea o de una emoci�n centrales". Tenemos as� proclamada, categ�ricamente, la autonom�a, la individualidad del verso. La est�tica del anarquista no pod�a ser otra.

Pol�ticamente, hist�ricamente, el anarquismo es, como est� averiguado, la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideol�gico burgu�s. El anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolt�, pero no es, hist�ricamente, un revolucionario.

Hidalgo aunque lo niegue no ha podido sustraerse a la emoci�n revolucionaria de nuestro tiempo cuando ha escrito su "Ubicaci�n de Lenin" y su "Biograf�a de la palabra revoluci�n". En el prefacio de su �ltimo libro Descripci�n del Cielo, la visi�n subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el primero "es un poema de exaltaci�n, de pura l�rica, no de doctrina" y que "Lenin ha sido un pretexto para crear como pudo serlo una monta�a, un r�o o una m�quina", y que "'Biograf�a de la palabra revoluci�n', es un elogio de la revoluci�n pura, de la revoluci�n en s�, cualquiera que sea la causa que la dicte". La revoluci�n pura, la revoluci�n en s�, querido Hidalgo, no existe para la historia y, no existe tampoco para la poes�a. La revoluci�n pura es una abstracci�n. Existen la revoluci�n liberal, la revoluci�n socialista, otras revoluciones. No existe la revoluci�n pura, como cosa hist�rica ni como tema po�tico.

De las tres categor�as primarias en que, por comodidad de clasificaci�n y de cr�tica, cabe, a mi juicio, dividir la poes�a de hoy l�rica pura, disparate absoluto y �pica revolucionaria, Hidalgo siente, sobre todo, la primera; y aqu� est� su fuerza m�s grande, la que le ha dado su m�s bellos poemas. El poema a Lenin es una creaci�n l�rica (Hidalgo se enga�a s�lo en cuanto se supone ajeno a la emoci�n hist�rica). Este poema, que ha salvado �ntegramente todos los riesgos profesionales, es a la vez de una gran pureza po�tica. Lo trascribir�a entero, si estos versos no bastasen:
 

En el coraz�n de los obreros su nombre se levanta antes que el sol
Lo bendicen los carretes de hilo
desde lo alto de los m�stiles
de todas las m�quinas de coser

Pianos de la �poca las m�quinas de escribir tocan sonatas en su honor

Es el descanso autom�tico
que hace leve el andar del vendedor ambulante

Cooperativa general de esperanzas

Su preg�n cae en la alcanc�a de los humildes
ayudando a pagar la casa a plazos

Horizonte hacia el que se abre la ventana del pobre

Colgado del badajo del sol
golpea en los metales de la tarde

para que salgan a las 17 los trabajadores.


Su lirismo vigilante salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente cerebral, subjetivo, nihilista. No es posible dudar de �l, capaz de recrearse en este "Dibujo de Ni�o":
 

Infancia pueblo de los recuerdos
tomo el tranv�a para irme a �l.

La evasi�n de las cosas se inicia con terquedad de aceite que se esparce

El suelo no est� aqu�
Pasa una nube y borra el cielo
Desaparecen aire y luz y esto queda vac�o.

Entonces sales de un brinco del fondo inabordable de mi olvido
Fue en el recodo de una tarde se�alado de luz por tu silueta
Una emoci�n sin nombre ten�a encadenadas nuestras manos
Tus miradas convocaban mi beso
Pero tu risa r�o entre los dos corr�a separ�ndonos ni�a
Y yo desde mi orilla te postergu� hasta el sue�o.

Ahora tengo treinta a�os menos de los que me entregaron para darte

Si t� has muerto yo guardo este paisaje de mi coraz�n pintado en ti.


El disparate si enjuiciamos la actualidad de Hidalgo por Descripci�n del Cielo desaparece casi completamente de su poes�a. Es m�s bien, uno de los elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto. Carece de su incoherencia alucinada: tiende, m�s bien, al disparate l�gico, racional. La �pica revolucionaria que anuncia un nuevo romanticismo indemne del individualismo del que terminano se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente an�rquicos.

A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un g�nero que exige la extraversi�n del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un artista introvertido. Sus personajes aparecen esquem�ticos, artificiales, mec�nicos. Le sobra a su creaci�n, hasta cuando es m�s fant�stica, la excesiva, intolerante y tir�nica presencia del artista, que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intenci�n.

XIV. C�SAR VALLEJO


El primer libro de C�sar Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto de una nueva poes�a en el Per�. No exagera, por fraterna exaltaci�n, Antenor Orrego, cuando afirma que "a partir de este sembrador se inicia una nueva �poca de la libertad, de la autonom�a po�tica, de la vern�cula articulaci�n verbal" (33).

Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Valleio se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento ind�gena virginalmente expresado. Melgar signo larvado, frustrado en sus yarav�es es a�n un prisionero de la t�cnica cl�sica, un gregario de la ret�rica espa�ola. Vallejo, en cambio, logra en su poes�a un estilo nuevo. El sentimiento ind�gena tiene en sus versos una modulaci�n propia. Su canto es �ntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una t�cnica y un lenguaje nuevos tambi�n. Su arte no tolera el equ�voco y artificial dualismo de la esencia y la forma. "La derogaci�n del viejo andamiaje ret�rico remarca certeramente Orrego no era un capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender tambi�n la necesidad de una t�cnica renovada y distinta" (34). El sentimiento ind�gena es en Melgar algo que se vislumbra s�lo en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja er�tica; en Vallejo es empresa metaf�sica. Vallejo es un creador absoluto. Los Heraldos Negros pod�a haber sido su obra �nica. No por eso Vallejo habr�a dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva �poca. En estos versos del p�rtico de Los Heraldos Negros principia acaso la poes�a peruana (Peruana, en el sentido de ind�gena).
 

Hay golpes en la vida, tan fuertes Yo no s�!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma Yo no s�!

Son pocos; pero son ...Abren zanjas oscuras
en el rostro m�s fiero y en el lomo m�s fuerte.
Ser�n tal vez los potros de b�rbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las ca�das hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de alg�n pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre...Pobre ...pobre!Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.


Hay golpes en la vida, tan fuertes ...Yo no s�!


Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros, pertenece parcialmente, por su t�tulo verbigracia, al ciclo simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro lado, se presta mejor que ning�n otro estilo a la interpretaci�n del esp�ritu ind�gena. El indio, por animista y por buc�lico, tiende a expresarse en s�mbolos e im�genes antropom�rficas o campesinas. Vallejo adem�s no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poes�a sobre todo de la primera manera elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de expresionismo, de dada�smo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de Vallejo es el de creador. Su t�cnica est� en continua elaboraci�n. El procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de �nimo. Cuando Vallejo en sus comienzos toma en pr�stamo, por ejemplo, su m�todo a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.

Mas lo fundamental, lo caracter�stico en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra quechua, el giro vern�culo no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son en �l producto espont�neo, c�lula propia, elemento org�nico. Se podr�a decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradici�n, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas emociones. Su poes�a y su lenguaje emanan de su carne y su �nima. Su mensaje est� en �l. El sentimiento ind�gena obra en su arte quiz� sin que �l lo sepa ni lo quiera.

Uno de los rasgos m�s netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valc�rcel, a quien debemos tal vez la m�s cabal interpretaci�n del alma aut�ctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nost�lgico. Tiene la ternura de la evocaci�n. Pero la evocaci�n en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza l�rica con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No a�ora el Imperio como el pasadismo perricholesco a�ora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metaf�sica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
 

Qu� estar� haciendo esta hora mi andina y dulce Rita
de junco y capul�;
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre como flojo cognac dentro de m�.
("Idilio Muerto", Los Heraldos Negros)

Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jug�bamos esta hora, y que mam�
nos acariciaba: "Pero hijos..."
("A mi hermano Miguel", Los Heraldos Negros)

He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni s�plica, ni s�rvete, ni agua,
ni padre que en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
(XXVIII, Trilce)

Se acab� el extra�o, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habr� quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.

Se acab� la calurosa tarde;
tu gran bah�a y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un t� lleno de tarde.

(XXXIV, Trilce)


Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendr�:
 

Ausente! La ma�ana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un p�jaro l�gubre me vaya,
ser� el blanco pante�n tu cautiverio.
("Ausente", Los Heraldos Negros)

Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrar�s en mi alma a nadie.

("Verano", Los Heraldos Negros)


Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero y en esto se identifica tambi�n un rasgo del alma india, sus recuerdos est�n llenos de esa dulzura de ma�z tierno que Vallejo gusta melanc�licamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los choclos".

Vallejo tiene en su poes�a el pesimismo del indio. Su hesitaci�n, su pregunta, su inquietud, se resuelven esc�pticamente en un "�para qu�!" En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en �l nada de sat�nico ni de morboso. Es el pesimismo de un �nima que sufre y exp�a "la pena de los hombres" como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen literario. No traduce una rom�ntica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filos�fica, condensa la actitud espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, m�s bien, al pesimismo cristiano y m�stico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lun�ticos personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podr�a decir que as� como no es un concepto, tampoco es una neurosis.

Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del ciclo rom�ntico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal. Su alma "est� triste hasta la muerte" de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no s�lo existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:
 

Siento a Dios que camina tan en m�,
con la tarde y con el mar.
Con �l nos vamos juntos. Anochece.
Con �l anochecemos, Orfandad...

Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que �l me dicta no s� qu� buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desd�n de enamorado:
debe dolerle mucho el coraz�n.

Oh, Dios m�o, reci�n a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
mido y lloro una fr�gil Creaci�n.

Y t�, cu�l llorar�s t�, enamorado
de tanto enorme seno girador
Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jam�s sonr�es; porque siempre

debe dolerte mucho el coraz�n.


Otros versos de Vallejo niegan esta intuici�n de la divinidad. En "Los Dados Eternos" el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "T� que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creaci�n". Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es �ste. Cuando su lirismo, exento de toda coerci�n racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en versos como �stos, los primeros que hace diez a�os me revelaron el genio de Vallejo:
 

El suertero que grita "La de a mil",
contiene no s� qu� fondo de Dios.

Pasan todos los labios. El hast�o
despunta en una arruga su yan�.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tant�licos, humana
impotencia de amor.

Yo le miro al andrajo. Y �l pudiera
darnos el coraz�n;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un p�jaro cruel, ir� a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.

Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
�por qu� se habr� vestido de suertero

la voluntad de Dios!


"El poeta escribe Orrego habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente". Este gran l�rico, este gran subjetivo, se comporta como un int�rprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poes�a la queja egol�trica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente ndividualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espont�nea y l�gicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no s�lo pertenece a su raza, pertenece tambi�n a su siglo, a su evo (35).

Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a s� mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar tambi�n �l, robando a los dem�s:
 

Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los rob�!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este caf�!
Yo soy un mal ladr�n... A d�nde ir�!

Y en esta hora fr�a, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no s� qui�n, perd�n,
y hacerle pedacitos de pan fresco

aqu�, en el horno de mi coraz�n ...!


La poes�a de Los Heraldos Negros es as� siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
 

Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho

cobra mil sinsabores diarios por la vida.


Este arte se�ala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradici�n cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo esp�ritu, de la nueva conciencia.

Vallejo, en su poes�a, es siempre un alma �vida de infinito, sedienta de verdad. La creaci�n en �l es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento ret�rico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la m�s austera, a la m�s humilde, a la m�s orgullosa sencillez en la forma. Es un m�stico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aqu� lo que escribe a Antenor Orrego despu�s de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en el mayor vac�o. Soy responsable de �l. Asumo toda la responsabilidad de su est�tica. Hoy, y m�s que nunca quiz�s, siento gravitar sobre m�, una hasta ahora desconocida obligaci�n sacrat�sima, de hombre y de artista: �la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo ser� jam�s. Siento que gana el arco de mi frente su m�s imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma m�s libre que puedo y �sta es mi mayor cosecha art�stica. �Dios sabe hasta d�nde es cierta y verdadera mi libertad! �Dios sabe cu�nto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! �Dios sabe hasta qu� bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre �nima viva!" Este es inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un aut�ntico artista. La confesi�n de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.

 

XV. ALBERTO GUILL�N


Alberto Guill�n hered� de la generaci�n "col�nida" el esp�ritu iconoclasta y eg�latra. Extrem� en su poes�a la exaltaci�n paranoica del yo. Pero, a tono con el nuevo estado de �nimo que maduraba ya, tuvo su poes�a un acento viril. Extra�o a los venenos de la urbe, Guill�n discurri�, con r�stico y p�nico sentimiento, por los caminos del agro y la �gloga. Enfermo de individualismo y nietzscheanismo, se sinti� un superhombre. En Guill�n la poes�a peruana renegaba, un poco desgarbada pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.

Pertenecen a este momento de Guill�n Belleza Humilde y Prometeo. Pero es en Deucali�n donde el poeta encuentra su equilibrio y realiza su personalidad. Clasifico Deucali�n entre los libros que m�s alta y puramente representan la l�rica peruana de la primera centuria. En Deucali�n no hay un bardo que declama en un tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre, que exulta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de pasi�n, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que "nuestro destino es hallar el camino que lleva al Para�so". Deucali�n es la canci�n de la partida.
 

�Hacia d�nde?
�No importa! La Vida esconde
mundos en germen

que a�n falta descubrir:
Coraz�n, es hora de partir

hacia los mundos que duermen!


Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No tiene roc�n ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el "Juan Bautista" de Rodin.
 

Ayer sal� desnudo
a retar al Destino
el orgullo de escudo

y yelmo el de Mambrino.


Pero la tensi�n de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus nervios j�venes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote, ha sido desventurada y rid�cula. El poeta, adem�s, nos revela su flaqueza desde esta jornada. No est� bastante loco para seguir la ruta de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su ilusi�n no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco, el flanco c�mico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado, vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los enigmas.
 

�Para qu� te das coraz�n,
para qu� te das,
si no has de hallar tu ilusi�n

jam�s?


Pero la duda, que roe el coraz�n del poeta, no puede a�n prevalecer sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusi�n est� herida; pero todav�a logra ser imperativa y perentoria. Este soneto resume entero el episodio:
 

A mitad del camino
pregunt�, como Dante:
�sabes t� mi destino,
mi ruta, caminante?

Como un eco un pollino
me respondi� hilarante,
pero el buen peregrino
me se�al� adelante;

luego se alz� en m� mismo
una voz de hero�smo
que me dijo: -�Marchad!

Y yo arroj� mi duda
y, en mi mano, desnuda,

llevo mi voluntad!


No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso. La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia, emponzo��ndola y afloj�ndola. Guill�n conviene con el diablo en que "no sabemos si tiene raz�n Quijote o Panza". Mina su voluntad una filosof�a relativista y esc�ptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al Mito. Pero Guill�n conoce ya su relatividad. La duda es est�ril. La fe es fecunda. S�lo por esto Guill�n se decide por el camino de la fe. Su quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista. "Piensa que te conviene / no perder la esperanza". Esperar, creer, es una cuesti�n de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta intuici�n se precise en t�rminos m�s nobles: "Y, mejor, no razones, m�s valen ilusiones que la raz�n m�s fuerte".

Pero todav�a el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura. Todav�a est� encendida su alucinaci�n. Todav�a es capaz de expresarse con una pasi�n sobrehumana:
 

Igual que el viejo Pablo
fue postrado en el suelo,
me ha mordido el venablo
del infinito anhelo:

por eso, en lo que os hablo,
pongo el ansia del vuelo
yo he de ayudar al Diablo

a conquistar el Cielo.


Y, en este admirable soneto, gr�vido de emoci�n, religioso en su acento, el poeta formula su evangelio:
 

Desnuda el coraz�n
de toda vanidad
y pon tu voluntad
donde est� tu ilusi�n;

op�n tu pu�o, op�n
toda tu libertad
contra el viejo aluvi�n
de la Fatalidad;

y que tus pensamientos,
como los elementos
destrocen toda brida,

como se abre el grano
a pesar del gusano

y del lodo a la vida.


La ra�z de esta poes�a est� a veces en Nietzsche, a veces en Rod�, a veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guill�n. No es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la forma se consustancian, se identifican totalmente en Deucali�n. La forma es como el pensamiento, desnuda, pl�stica, tensa, urgente. Col�rica y serena al mismo tiempo (Una de las cosas que yo amo m�s en Deucali�n es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de decorado y de indumento; su voluntario y categ�rico renunciamiento a lo ornamental y a lo ret�rico). Deucali�n, es una diana. Es un orto. En Deucali�n parte un hombre, mozo y puro todav�a, en busca de Dios o a la conquista del mundo.

Mas, en su camino, Guill�n se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia. Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El espect�culo y las emociones de la civilizaci�n urbana y cosmopolita enervan y relajan su voluntad. Su poes�a se contagia del humor negativo y corrosivo de la literatura de Occidente. Guill�n deviene socarr�n, befardo, c�nico, �cido. Y el pecado trae la expiaci�n. Todo lo que es posterior a Deucali�n es tambi�n inferior. Lo que le falta de intensidad humana le falta, igualmente, de significaci�n art�stica. El Libro de las Par�bolas y La Imitaci�n de Nuestro Se�or Yo encierran muchos aciertos; pero son libros irremediablemente mon�tonos. Me hacen la impresi�n de productos de retorta. El escepticismo y el egotismo de Guill�n destilan ah�, acompasadamente, una gota, otra gota. Tantas gotas, dan una p�gina; tantas p�ginas y un pr�logo, dan un libro.

El lado, el contorno de esta actitud de Guill�n m�s interesante es su relativismo. Guill�n se entretiene en negar la realidad del yo, del individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guill�n razona seg�n su experiencia personal: "Mi personalidad, como yo la so��, como yo la entrev�, no se ha realizado; luego la personalidad no existe".

En La Imitaci�n de Nuestro Se�or Yo, el pensamiento de Guill�n es pirandelliano. He aqu� algunas pruebas:

"El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en m�". "�Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en m� a muchos hombres?" "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en ellos".

Estas l�neas contienen algunas briznas de la filosof�a del Uno, Ninguno, Cien Mil de Pirandello.

No creo, sin embargo, que Guill�n, si persevera por esta ruta, llegue a clasificarse entre los espec�menes de la literatura humorista y cosmopolita de Occidente. Guill�n, en el fondo, es un poeta un poco rural y franciscano. No tom�is al pie de la letra sus blasfemias. Muy adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su psicolog�a tiene muchas ra�ces campesinas. Permanece, �ntimamente, extra�a al esp�ritu quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guill�n se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el artificio.

El t�tulo del �ltimo libro de Guill�n Laureles resume la segunda fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros laureles, que �l mismo secretamente desde�a, ha luchado, ha sufrido, ha peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la adolescencia su ambici�n era m�s alta. �Se contenta ahora de algunos laureles municipales o acad�micos?

Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guill�n de sofocar al poeta de Deucali�n con sus propias manos. A Guill�n lo pierde la impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no perduran. La gloria se construye con materiales menos ef�meros. Y es para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones. El deber del artista es no traicionar su destino. La impaciencia en Guill�n se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que m�s perjudica y disminuye el m�rito de su obra que, en los �ltimos tiempos, aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio, de desgano y de repetici�n de sus primeros motivos.

 

XVI. MAGDA PORTAL


Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura. Con su advenimiento le ha nacido al Per� su primera poetisa. Porque hasta ahora hab�amos tenido s�lo mujeres de letras, de las cuales una que otra con temperamento art�stico o m�s espec�ficamente literario. Pero no hab�amos tenido propiamente una poetisa.

Conviene entenderse sobre el t�rmino. La poetisa es hasta cierto punto, en la historia de la civilizaci�n occidental, un fen�meno de nuestra �poca. Las �pocas anteriores produjeron s�lo poes�a masculina. La de las mujeres tambi�n lo era, pues se contentaba con ser una variaci�n de sus temas l�ricos o de sus motivos filos�ficos. La poes�a que no ten�a el signo del var�n, no ten�a tampoco el de la mujer -virgen, hembra, madre-. Era una poes�a asexual. En nuestra �poca, las mujeres ponen al fin en su poes�a su propia carne y su propio esp�ritu. La poetisa es ahora aquella que crea una poes�a femenina. Y desde que la poes�a de la mujer se ha emancipado y diferenciado espiritualmente de la del hombre, las poetisas tienen una alta categor�a en el elenco de todas las literaturas. Su existencia es evidente e interesante a partir del momento en que ha empezado a ser distinta.

En la poes�a de Hispanoam�rica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo m�s atenci�n que ning�n otro poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su pa�s y en Am�rica larga y noble descendencia. Al Per� ha tra�do su mensaje Blanca Luz Brum. No se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto fen�meno, com�n a todas las literaturas. La poes�a, un poco envejecida en el hombre, renace rejuvenecida en la mujer.

Un escritor de brillantes intuiciones, F�lix del Valle, me dec�a un d�a, constatando la multiplicidad de poetisas de m�rito en el mundo, que el cetro de la poes�a hab�a pasado a la mujer. Con su humorismo ing�nito formulaba as� su proposici�n: -La poes�a deviene un oficio de mujeres-. Esta es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poes�a que, en los poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, esc�ptica, en las poetisas tiene frescas ra�ces y c�ndidas flores. Su acento acusa m�s �lan vital, m�s fuerza biol�gica.

Magda Portal no es a�n bastante conocida y apreciada en el Per� ni en Hispanoam�rica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una Esperanza y el Mar (Lima, 1927). El derecho de matar nos presenta casi s�lo uno de sus lados: ese esp�ritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que testimonian incontestablemente en nuestros d�as la sensibilidad hist�rica de un artista. Adem�s, en la prosa de Magda Portal se encuentra siempre un jir�n de su magn�fico lirismo. "El poema de la C�rcel", "La sonrisa de Cristo" y "C�rculos violeta" tres poemas de este volumen tienen la caridad, la pasi�n y la ternura exaltada de Magda. Pero este libro no la caracteriza ni la define. El derecho de matar: t�tulo de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se reconoce el esp�ritu de Magda.

Magda es esencialmente l�rica y humana. Su piedad se emparenta dentro de la aut�noma personalidad de uno y otro con la piedad de Vallejo. As� se nos presenta, en los versos de "�nima absorta" y "Una Esperanza y el Mar". Y as� es seguramente. No le sienta ning�n gesto de decadentismo o paradojismo novecentistas.

En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su humanidad. Exenta de egolatr�a megal�mana, de narcisismo rom�ntico, Magda Portal nos dice: "Peque�a soy. . . !"

Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poes�a se encuentra todos los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza.

Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos pensamientos de Leonardo de Vinci: "El alma, primer manantial de la vida, se refleja en todo lo que crea". "La verdadera obra de arte es como un espejo en que se mira el alma del artista". La fervorosa adhesi�n de Magda a estos principios de creaci�n es un dato de un sentido del arte que su poes�a nunca contradice y siempre ratifica.

En su poes�a Magda nos da, ante todo, una l�mpida versi�n de s� misma. No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poes�a es su verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen ali�ada de su alma en toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ning�n simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura l�rica, reduce al m�nimo, casi a cero, la proporci�n de artificio que necesita para ser arte.

Esta es para m� la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta �poca de decadencia de un orden social y por consiguiente de un arte el m�s imperativo deber del artista es la verdad. Las �nicas obras que sobrevivir�n a esta crisis, ser�n las que constituyan una confesi�n y un testimonio.

El perenne y oscuro contraste entre dos principios el de vida y el de muerte que rigen el mundo, est� presente siempre en la poes�a de Magda. En Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma ag�nica. Y su arte traduce cabal e �ntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la impulsan. A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el principio de muerte.

La presencia dram�tica de este conflicto da a la poes�a de Magda Portal una profundidad metaf�sica a la que arriba libremente el esp�ritu, por la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bast�n de ninguna filosof�a.

Tambi�n le da una profundidad psicol�gica que le permite registrar todas las contradictorias voces de su di�logo, de su combate, de su agon�a.

La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresi�n de s� misma en estos versos admirables:
 

Ven, b�same!...
qu� importa que algo oscuro
me est� royendo el alma
con sus dientes?

Yo soy tuya y t� eres m�o... b�same!...
No lloro hoy ...Me ahoga la alegr�a,
una extra�a alegr�a
que yo no s� de d�nde viene.

T� eres m�o... �T� eres m�o?...
Una puerta de hielo
hay entre t� y yo:
tu pensamiento!

Eso que te golpea en el cerebro
y cuyo martillar
me escapa ...

Ven b�same... �Qu� importa?...
Te llam� el coraz�n toda la noche,
y ahora que est�s t�, tu carne y tu alma
qu� he de fijarme en lo que has hecho ayer?... �Qu� importa!

Ven, b�same... tus labios,
tus ojos y tus manos...
Luego... nada.

Y tu alma? Y tu alma!


Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las primeras poetisas de Indoam�rica, no desciende de la Ibarbourou. No desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien, sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente m�s pr�xima que de ninguna. Tiene un temperamento original y aut�nomo. Su secreto, su palabra, su fuerza, nacieron con ella y est�n en ella.

En su poes�a hay m�s dolor que alegr�a, hay m�s sombra que claridad. Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y Magda se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la amarga ni la enturbia.

En "Vidrios de Amor", poema en dieciocho canciones emocionadas, toda Magda est� en estos versos:
 

con cu�ntas l�grimas me forjaste?

he tenido tantas veces
la actitud de los �rboles suicidas
en los caminos polvorientos y solos-

secretamente, sin que lo sepas
debe dolerte todo
por haberme hecho as�, sin una dulzura
para mis �cidos dolores

de d�nde vine yo con mi fiereza
para conformarme?
yo no conozco la alegr�a
carroussel de ni�ez que no he so�ado nunca

ah! - y sin embargo
amo de tal manera la alegr�a
como amar�n las amargas plantas
un fruto dulce

madre
receptora alerta
hoy no respondas porque te ahogar�as
hoy no respondas a mi llanto
casi sin l�grimas

hundo mi angustia en m� para mirar
la rama izquierda de mi vida
que no haya puesto sino amor
al amasar el coraz�n de mi hija
quisiera defenderla de m� misma
como de una fiera
de estos ojos delatores
de esta voz desgarrada
donde el insomnio hace cavernas

y para ella ser alegre,
ingenua, ni�a
como si todas las campanas de alegr�a

sonaran en mi coraz�n su pascua eterna.


�Toda Magda est� en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es s�lo madre, no es s�lo amor. �Qui�n sabe de cu�ntas oscuras potencias, de cu�ntas contrarias verdades est� hecha un alma como la suya?

 

XVII. LAS CORRIENTES DE HOY.- EL INDIGENISMO


La corriente "indigenista" que caracteriza a la nueva literatura peruana, no debe su propagaci�n presente ni su exageraci�n posible a las causas eventuales o contingentes que determinan com�nmente una moda literaria. Y tiene una significaci�n mucho m�s profunda. Basta observar su coincidencia visible y su consanguinidad �ntima con una corriente ideol�gica y social que recluta cada d�a m�s adhesiones en la juventud, para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de �nimo, un estado de conciencia del Per� nuevo.

Este indigenismo que est� s�lo en un per�odo de germinaci�n falta a�n un poco para que d� sus flores y sus frutos podr�a ser comparado salvadas todas las diferencias de tiempo y de espacio al "mujikismo" de la literatura rusa pre-revolucionaria. El "mujikismo" tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitaci�n social en la cual se prepar� e incub� la revoluci�n rusa. La literatura "mujikista" llen� una misi�n hist�rica. Constituy� un verdadero proceso del feudalismo ruso, del cual sali� �ste inapelablemente condenado. La socializaci�n de la tierra, actuada por la revoluci�n bolchevique, reconoce entre sus pr�dromos la novela y la poes�a "mujikistas". Nada importa que al retratar al mujik tampoco importa si deform�ndolo o idealiz�ndolo el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la socializaci�n.

De igual modo el "constructivismo" y el "futurismo" rusos, que se complacen en la representaci�n de m�quinas, rascacielos, aviones, usinas, etc., corresponden a una �poca en que el proletariado urbano, despu�s de haber creado un r�gimen cuyos usufructuarios son hasta ahora los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llev�ndola a un grado m�ximo de industrialismo y electrificaci�n.

El "indigenismo" de nuestra literatura actual no est� desconectado de los dem�s elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra articulado con ellos. El problema ind�gena, tan presente en la pol�tica, la econom�a y la sociolog�a no puede estar ausente de la literatura y del arte. Se equivocan gravemente quienes, juzg�ndolo por la incipiencia o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en conjunto, artificioso.

Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un terreno largamente abonado por una an�nima u oscura multitud de obras mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una conclusi�n. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta experiencia.

Menos a�n cabe alarmarse de epis�dicas exasperaciones ni de anecd�ticas exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la savia del hecho hist�rico. Toda afirmaci�n necesita tocar sus l�mites extremos. Detenerse a especular sobre la an�cdota es exponerse a quedar fuera de la historia.

Esta corriente, de otro lado, encuentra un est�mulo en la asimilaci�n por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he se�alado la tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en Am�rica. En la nueva literatura argentina nadie se siente m�s porte�o que Girondo y Borges ni m�s gaucho que G�iraldes. En cambio quienes como Larreta permanecen enfeudados al clasicismo espa�ol, se revelan radical y org�nicamente incapaces de interpretar a su pueblo.

Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se acent�an los s�ntomas de decadencia de la civilizaci�n occidental, invade la literatura europea. A C�sar Moro, a Jorge Seoane y a los dem�s artistas que �ltimamente han emigrado a Par�s, se les pide all� temas nativos, motivos ind�genas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en sus estatuas y dibujos de indios el m�s v�lido pasaporte de su arte.

Este �ltimo factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo aunque sea a su manera y s�lo epis�dicamente, a literatos que podr�amos llamar "emigrados" como Ventura Garc�a Calder�n, a quienes no se puede atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de los ideales de la nueva generaci�n supuestos en los literatos j�venes que trabajan en el pa�s.

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El criollismo no ha podido prosperar en nuestra literatura, como una corriente de esp�ritu nacionalista, ante todo porque el criollo no representa todav�a la nacionalidad. Se constata, casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en formaci�n. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de una dualidad de raza y de esp�ritu. En todo caso, se conviene, un�nimemente, en que no hemos alcanzado a�n un grado elemental siquiera de fusi�n de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que componen nuestra poblaci�n. El criollo no est� netamente definido. Hasta ahora la palabra "criollo" no es casi m�s que un t�rmino que nos sirve para designar gen�ricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos. Nuestro criollo carece del car�cter que encontramos, por ejemplo, en el criollo argentino. El argentino es identificable f�cilmente en cualquier parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontaci�n, es precisamente la que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no existe todav�a, con peculiares rasgos, una nacionalidad peruana. El criollo presenta aqu� una serie de variedades. El coste�o se diferencia fuertemente del serrano. En tanto que en la sierra la influencia tel�rica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorci�n por el esp�ritu ind�gena, en la costa el predominio colonial mantiene el esp�ritu heredado de Espa�a.

En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ah� la poblaci�n tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay, por otra parte, aparece como un fen�meno esencialmente literario. No tiene, como el indigenismo en el Per�, una subconsciente inspiraci�n pol�tica y econ�mica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como cr�tico, declara que ha llegado ya la hora de su liquidaci�n. "A la devoci�n imitativa de lo extranjero escribe hab�a que oponer el sentimiento auton�mico de lo nativo. Era un movimiento de emancipaci�n literaria. La reacci�n se oper�; la emancipaci�n fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para ello. Los poetas j�venes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y, al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo europeo, era m�s genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya su misi�n, el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que pase, para dar lugar a un americanismo l�rico m�s acorde con el imperativo de la vida. La sensibilidad de nuestros d�as se nutre ya de realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado definitivamente de ser gaucho; y todo lo gauchesco despu�s de arrinconarse en los m�s hura�os pagos va pasando al culto silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay est� toda transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del cosmopolitismo urbano" (36).

En el Per�, el criollismo, aparte de haber sido demasiado espor�dico y superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha constituido una afirmaci�n de autonom�a. Se ha contentado con ser el sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la �nica excepci�n en este criollismo domesticado, sin orgullo nativo.

Nuestro "nativismo" necesario tambi�n literariamente como revoluci�n y como emancipaci�n, no puede ser simple "criollismo". El criollo peruano no ha acabado a�n de emanciparse espiritualmente de Espa�a. Su europeizaci�n a trav�s de la cual debe encontrar, por reacci�n, su personalidad no se ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el criollo de hoy dif�cilmente deja de darse cuenta del drama del Per�. Es �l precisamente el que, reconoci�ndose a s� mismo como un espa�ol bastardeado, siente que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad (Valdelomar, criollo coste�o, de regreso de Italia, impregnado de d'annunzianismo y de esnobismo, experimenta su m�ximo deslumbramiento cuando descubre o, m�s bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva generalmente su esp�ritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en nuestro tiempo, contra ese esp�ritu, aunque s�lo sea como protesta contra su limitaci�n y su arca�smo.

Claro que el criollo, diverso y m�ltiple, puede abastecer abundantemente a nuestra literatura narrativa, descriptiva, costumbrista, folclorista, etc., de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la genuina corriente indigenista en el indio, no es s�lo el tipo o el motivo. Menos a�n el tipo o el motivo pintoresco. El "indigenismo" no es aqu� un fen�meno esencialmente literario como el "nativismo" en el Uruguay. Sus ra�ces se alimentan de otro humus hist�rico. Los "indigenistas" aut�nticos que no deben ser confundidos con los que explotan temas ind�genas por mero "exotismo" colaboran, conscientemente o no, en una obra pol�tica y econ�mica de reivindicaci�n no de restauraci�n ni resurrecci�n.

El indio no representa �nicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje. Representa un pueblo, una raza, una tradici�n, un esp�ritu. No es posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, coloc�ndolo en el mismo plano que otros elementos �tnicos del Per�.

A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no depende de simples factores literarios sino de complejos factores sociales y econ�micos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la visi�n del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste entre su predominio demogr�fico y su servidumbre no s�lo inferioridadsocial y econ�mica. La presencia de tres a cuatro millones de hombres de la raza aut�ctona en el panorama mental de un pueblo de cinco millones, no debe sorprender a nadie en una �poca en que este pueblo siente la necesidad de encontrar el equilibrio que hasta ahora le ha faltado en su historia.

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El indigenismo, en nuestra literatura, como se desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el sentido de una reivindicaci�n de lo aut�ctono. No llena la funci�n puramente sentimental que llenar�a, por ejemplo, el criollismo. Habr�a error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del criollismo, al cual no reemplaza ni subroga.

Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no ser�, seguramente, por su inter�s literario o pl�stico, sino porque las fuerzas nuevas y el impulso vital de la naci�n tienden a reivindicarlo. El fen�meno es m�s instintivo y biol�gico que intelectual y teor�tico. Repito que lo que subconscientemente busca la genuina corriente indigenista en el indio no es s�lo el tipo o el motivo y menos a�n el tipo o el motivo "pintoresco". Si esto no fuese cierto, es evidente que el "zambo", verbigratia, interesar�a al literato o al artista criollo -en especial al criollo- tanto como el indio. Y esto no ocurre por varias razones. Porque el car�cter de esta corriente no es naturalista o costumbrista sino, m�s bien, l�rico, como lo prueban los intentos o esbozos de poes�a andina. Y porque una reivindicaci�n de lo aut�ctono no puede confundir al "zambo" o al mulato con el indio. El negro, el mulato, el "zambo" representan, en nuestro pasado, elementos coloniales. El espa�ol import� al negro cuando sinti� su imposibilidad de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al Per� a servir los fines colonizadores de Espa�a. La raza negra constituye uno de los aluviones humanos depositados en la Costa por el Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Per� sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa de la Rep�blica. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia. El negro ha mirado siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido aclimatarse f�sica ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha sido para bastardearlo comunic�ndole su domesticidad zalamera y su psicolog�a exteriorizante y m�rbida. Para su antiguo amo blanco ha guardado, despu�s de su manumisi�n, un sentimiento de liberto adicto. La sociedad colonial, que hizo del negro un dom�stico muy pocas veces un artesano, un obrero absorbi� y asimil� a la raza negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como impenetrable y hura�o el indio, le fue asequible y dom�stico el negro. Y naci� as� una subordinaci�n cuya primera raz�n est� en el origen mismo de la importaci�n de esclavos y de la que s�lo redime al negro y al mulato la evoluci�n social y econ�mica que, convirti�ndolo en obrero, cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente est� por el hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espont�neamente m�s pr�ximo de Espa�a que del Inkario. S�lo el socialismo, despertando en �l conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con los �ltimos rezagos de esp�ritu colonial.

El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de otros elementos vitales de nuestra literatura. El indigenismo no aspira indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la tendencia m�s caracter�sticos de una �poca por su afinidad y coherencia con la orientaci�n espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo econ�mico y social.

Y la mayor injusticia en que podr�a incurrir un cr�tico, ser�a cualquier apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de autoctonismo integral o la presencia, m�s o menos acusada en sus obras, de elementos de artificio en la interpretaci�n y en la expresi�n. La literatura indigenista no puede darnos una versi�n rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia �nima. Es todav�a una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no ind�gena. Una literatura ind�gena, si debe venir, vendr� a su tiempo. Cuando los propios indios est�n en grado de producirla.

No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la vieja corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento de la casta feudal, se entreten�a en la idealizaci�n nost�lgica del pasado. El indigenismo en cambio tiene ra�ces vivas en el presente. Extrae su inspiraci�n de la protesta de millones de hombres. El Virreinato era; el indio es. Y mientras la liquidaci�n de los residuos de feudalidad colonial se impone como una condici�n elemental de progreso, la reivindicaci�n del indio, y por ende de su historia, nos viene insertada en el programa de una Revoluci�n.

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Est�, pues, esclarecido que de la civilizaci�n inkaica, m�s que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no est� en saber c�mo ha sido el Per�. Est�, m�s bien, en saber c�mo es el Per�. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una ra�z, como una causa. Jam�s lo sienten como un programa.

Lo �nico casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La civilizaci�n ha perecido; no ha perecido la raza. El material biol�gico del Tawantinsuyo se revela, despu�s de cuatro siglos, indestructible, y, en parte, inmutable.

El hombre muda con m�s lentitud de la que en este siglo de la velocidad se supone. La metamorfosis del hombre bate el r�cord en el evo moderno. Pero �ste es un fen�meno peculiar de la civilizaci�n occidental que se caracteriza, ante todo, como una civilizaci�n din�mica. No es por un azar que a esta civilizaci�n le ha tocado averiguar la relatividad del tiempo. En las sociedades asi�ticas afines si no consangu�neas con la sociedad inkaica, se nota en cambio cierto quietismo y cierto �xtasis. Hay �pocas en que parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hip�tesis de que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto un poco m�s melanc�lico, un poco m�s nost�lgico. Bajo el peso de estos cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y f�sicamente. Mas el fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el indio guarda a�n su ley ancestral.

El libro de Enrique L�pez Alb�jar, escritor de la generaci�n radical, Cuentos Andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos caminos. Los Cuentos Andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. L�pez Alb�jar coincide con Valc�rcel en buscar en los Andes el origen del sentimiento c�smico de los quechuas. "Los Tres Jircas" de L�pez Alb�jar y "Los Hombres de Piedra" (37) de Valc�rcel traducen la misma mitolog�a. Los agonistas y las escenas de L�pez Alb�jar tienen el mismo tel�n de fondo que la teor�a y las ideas de Valc�rcel. Este resultado es singularmente interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con m�todos dis�miles. La literatura de L�pez Alb�jar quiere ser, sobre todo, naturalista y anal�tica; la de Valc�rcel, imaginativa y sint�tica. El rasgo esencial de L�pez Alb�jar es su criticismo; el de Valc�rcel, su lirismo. L�pez Alb�jar mira al indio con ojos y alma de coste�o, Valc�rcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual entre los dos escritores; no hay semejanza de g�nero ni de estilo entre los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua id�ntico lejano latido (38).

La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento m�stico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la metaf�sica cat�lica. Su filosof�a pante�sta y materialista ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepci�n de la vida que no interroga a la Raz�n sino a la Naturaleza. Los tres jircas, los tres cerros de Hu�nuco, pesan en la conciencia del indio huanuque�o m�s que la ultratumba cristiana.

"Los Tres Jircas" y "C�mo habla la coca" son, a mi juicio, las p�ginas mejor escritas de Cuentos Andinos. Pero ni "Los Tres Jircas" ni "C�mo habla la coca" se clasifican propiamente como cuentos. "Ushanam Jampi", en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este m�rito une "Ushanam Jampi" el de ser un precioso documento del comunismo ind�gena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los pueblecitos ind�genas, a donde no arriba casi la ley de la Rep�blica, la justicia popular. Nos encontramos aqu� ante una instituci�n sobreviviente del r�gimen aut�ctono. Ante una instituci�n que declara categ�ricamente a favor de la tesis de que la organizaci�n inkaica fue una organizaci�n comunista.

En un r�gimen de tipo individualista, la administraci�n de justicia se burocratiza. Es funci�n de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo, la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una burocracia de jueces de diversas jerarqu�as. Por el contrario, en un r�gimen de tipo comunista, la administraci�n de justicia es funci�n de la sociedad entera. Es, como en el comunismo indio, funci�n de los yayas, de los ancianos (39).

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El porvenir de la Am�rica Latina depende, seg�n la mayor�a de los pro-n�sticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al pesimismo hostil de los soci�logos de la tendencia de Le Bon sobre el mestizo, ha sucedido un optimismo mesi�nico que pone en el mestizo la esperanza del Continente. El tr�pico y el mestizo son, en la vehemente profec�a de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva civilizaci�n. Pero la tesis de Vasconcelos que esboza una utop�a en la acepci�n positiva y filos�fica de esta palabra en la misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime e ignora el presente. Nada es m�s extra�o a su especulaci�n y a su intento, que la cr�tica de la realidad contempor�nea, en la cual busca exclusivamente los elementos favorables a su profec�a.

El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las razas espa�ola, ind�gena y africana, operada ya en el continente, sino la fusi�n y refusi�n acrisoladoras, de las cuales nacer�, despu�s de un trabajo secular, la raza c�smica. El mestizo actual, concreto, no es para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino apenas su promesa. La especulaci�n del fil�sofo, del utopista, no conoce l�mites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su construcci�n ideal m�s que como momentos. La labor del cr�tico, del histori�grafo, del pol�tico, es de otra �ndole. Tiene que atenerse a resultados inmediatos y contentarse con perspectivas pr�ximas.

El mestizo real de la historia, no el ideal de la profec�a, constituye el objeto de su investigaci�n o el factor de su plan. En el Per�, por la impronta diferente del medio y por la combinaci�n m�ltiple de las razas entrecruzadas, el t�rmino mestizo no tiene siempre la misma significaci�n. El mestizaje es un fen�meno que ha producido una variedad compleja, en vez de resolver una dualidad, la del espa�ol y el indio.

El Dr. Uriel Garc�a halla el neo-indio en el mestizo. Pero este mestizo es el que proviene de la mezcla de las razas espa�ola e ind�gena, sujeta al influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual sit�a el Dr. Uriel Garc�a su investigaci�n, se ha asimilado al blanco invasor. Del abrazo de las dos razas, ha nacido el nuevo indio, fuertemente influido por la tradici�n y el ambiente regionales.

Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la presi�n constante del mismo medio tel�rico y cultural, ha adquirido ya rasgos estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas razas. El sello de la costa es m�s blando. El factor espa�ol, m�s activo.

El chino y el negro complican el mestizaje coste�o. Ninguno de estos dos elementos ha aportado a�n a la formaci�n de la nacionalidad valores culturales ni energ�as progresivas. El culi chino es un ser segregado de su pa�s por la superpoblaci�n y el pauperismo. Injerta en el Per� su raza, mas no su cultura. La inmigraci�n china no nos ha tra�do ninguno de los elementos esenciales de la civilizaci�n china, acaso porque en su propia patria han perdido su poder din�mico y generador. Lao Ts� y Confucio han arribado a nuestro conocimiento por la v�a de Occidente. La medicina china es quiz� la �nica importaci�n directa de Oriente, de orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones pr�cticas y mec�nicas, estimuladas por el atraso de una poblaci�n en la cual conserva hondo arraigo el curanderismo en todas sus manifestaciones. La habilidad y excelencia del peque�o agricultor chino, apenas si han fructificado en los valles de Lima, donde la vecindad de un mercado importante ofrece seguros provechos a la horticultura. El chino, en cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la apat�a, las taras del Oriente decr�pito. El juego, esto es un elemento de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo en un pueblo propenso a confiar m�s en el azar que en el esfuerzo, recibe su mayor impulso de la inmigraci�n china. S�lo a partir del movimiento nacionalista que tan extensa resonancia ha encontrado entre los chinos expatriados del continente, la colonia china ha dado se�ales activas de inter�s cultural e impulsos progresistas. El teatro chino, reservado casi �nicamente al divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha conseguido en nuestra literatura m�s eco que el propiciado ef�meramente por los gustos ex�ticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y los "col�nidas", lo descubrieron entre sus sesiones de opio, contagiados del orientalismo de Loti y Farrere. El chino, en suma, no transfiere al mestizo ni su disciplina moral, ni su tradici�n cultural y filos�fica, ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por �l siente el criollo, se interponen entre su cultura y el medio.

El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercader�a, aparece m�s nulo y negativo a�n. El negro trajo su sensualidad, su superstici�n, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creaci�n de una cultura, sino m�s bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie.

El prejuicio de las razas ha deca�do; pero la noci�n de las diferencias y desigualdades en la evoluci�n de los pueblos se ha ensanchado y enriquecido, en virtud del progreso de la sociolog�a y la historia. La inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura.

La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las siguientes categor�as: "1� El suelo, el clima, la flora, la fauna, las circunstancias geol�gicas, mineral�gicas, etc.; 2� Otros elementos externos a una dada sociedad, en un dado tiempo, esto es las acciones de las otras sociedades sobre ella, que son externas en el espacio, y las consecuencias del estado anterior de esa sociedad, que son externas en el tiempo; 3� Elementos internos, entre los cuales los principales son la raza, los residuos o sea los sentimientos que manifiestan, las inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a la observaci�n, el estado de los conocimientos, etc.". Pareto afirma que la forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos elementos, de manera que se puede decir que se efect�a una mutua determinaci�n (40).

Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociol�gico de los estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para evolucionar, con m�s facilidad que el indio, hacia el estado social, o el tipo de civilizaci�n del blanco. El mestizaje necesita ser analizado, no como cuesti�n �tnica, sino como cuesti�n sociol�gica. El problema �tnico en cuya consideraci�n se han complacido sociologistas rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ci�endo servilmente su juicio a una idea acariciada por la civilizaci�n europea en su apogeo -y abandonada ya por esta misma civilizaci�n, propensa en su declive a una concepci�n relativista de la historia-, atribuyen las creaciones de la sociedad occidental a la superioridad de la raza blanca. Las aptitudes intelectuales y t�cnicas, la voluntad creadora, la disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen, en el criterio simplista de los que aconsejan la regeneraci�n del indio por el cruzamiento, a meras condiciones zool�gicas de la raza blanca.

Pero si la cuesti�n racial cuyas sugestiones conducen a sus superficiales cr�ticos a inveros�miles razonamientos zoot�cnicos es artificial, y no merece la atenci�n de quienes estudian concreta y pol�ticamente el problema ind�gena, otra es la �ndole de la cuesti�n sociol�gica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos conflictos; su �ntimo drama. El color de la piel se borra como contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos -los elementos espirituales y formales de esos fen�menos que se designan con los t�rminos de sociedad y de cultura-, reivindican sus derechos. El mestizaje -dentro de las condiciones econ�mico-sociales subsistentes entre nosotros-, no s�lo produce un nuevo tipo humano y �tnico sino un nuevo tipo social; y si la imprecisi�n de aqu�l, por una abigarrada combinaci�n de razas, no importa en s� misma una inferioridad, y hasta puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la raza "c�smica", la imprecisi�n o hibridismo del tipo social, se traduce, por un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnaci�n s�rdida y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en este mestizaje, en un sentido casi siempre negativo o desorbitado. En el mestizo no se prolonga la tradici�n del blanco ni del indio: ambas se esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial, din�mico, el mestizo salva r�pidamente las distancias que lo separan del blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres, impulsos y consecuencias. Puede escaparle -le escapa generalmente- el complejo fondo de creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las creaciones materiales e intelectuales de la civilizaci�n europea o blanca; pero la mec�nica y la disciplina de �sta le imponen autom�ticamente sus h�bitos y sus concepciones. En contacto con una civilizaci�n maquinista, asombrosamente dotada para el dominio de la naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo, es de un irresistible poder de contagio o seducci�n. Pero este proceso de asimilaci�n o incorporaci�n se cumple prontamente s�lo en un medio en el cual act�an vigorosamente las energ�as de la cultura industrial. En el latifundio feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de ascensi�n. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores de las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las m�s enervantes supersticiones.

Para el hombre del poblacho mestizo tan sombr�amente descrito por Valc�rcel con una pasi�n no exenta de preocupaciones sociol�gicas la civilizaci�n occidental constituye un confuso espect�culo, no un sentimiento. Todo lo que en esta civilizaci�n es �ntimo, esencial, intransferible, energ�tico, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas imitaciones externas, algunos h�bitos subsidiarios, pueden dar la impresi�n de que este hombre se mueve dentro de la �rbita de la civilizaci�n moderna. Mas, la verdad es otra.

Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la emigraci�n no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al mestizo. Es evidente que no est� incorporado a�n en esta civilizaci�n expansiva, din�mica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con su pasado. Su proceso hist�rico est� detenido, paralizado, mas no ha perdido, por esto, su individualidad. El indio tiene una existencia social que conserva sus costumbres, su sentimiento de la vida, su actitud ante el universo. Los "residuos" y las derivaciones de que nos habla la sociolog�a de Pareto, que contin�an obrando sobre �l, son los de su propia historia. La vida del indio tiene estilo. A pesar de la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de la sierra se mueve todav�a, en cierta medida, dentro de su propia tradici�n. El ayllu es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza (41).

El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su traje, sus costumbres, sus industrias t�picas. Bajo el m�s duro feudalismo, los rasgos de la agrupaci�n social ind�gena no han llegado a extinguirse. La sociedad ind�gena puede mostrarse m�s o menos primitiva o retardada; pero es un tipo org�nico de sociedad y de cultura. Y ya la experiencia de los pueblos de Oriente, el Jap�n, Turqu�a, la misma China, nos han probado c�mo una sociedad aut�ctona, aun despu�s de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la v�a de la civilizaci�n moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente.

 

XVIII. ALCIDES SPELUC�N


En el primer libro de Alcides Speluc�n est�n, entre otras, las poes�as que me ley� hace nueve a�os cuando nos conocimos en Lima en la redacci�n del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medi� fraternamente en este encuentro, despu�s del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado pocas veces, pero hemos estado cada d�a m�s pr�ximos. Nuestros destinos tienen una esencial analog�a dentro de su disimilitud formal. Procedemos �l y yo, m�s que de la misma generaci�n, del mismo tiempo. Nacimos bajo id�ntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo, escepticismo. Coincidimos m�s tarde en el doloroso y angustiado trabajo de superar estas cosas y evadirnos de su m�rbido �mbito. Partimos al extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca del secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de pol�tica; Speluc�n cuenta el suyo en un libro de poes�a. Pero en esto no hay sino diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferen- cia de peripecia ni de esp�ritu. Los dos nos embarcamos en la "barca de oro en pos de una isla buena". Los dos en la procelosa aventura, hemos encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo, puestos a elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el porvenir. Sup�rstites dispersos de una escaramuza literaria, nos sentimos hoy combatientes de una batalla hist�rica.

El Libro de la Nave Dorada es una estaci�n del viaje y del esp�ritu de Alcides Speluc�n. Orrego advierte de esto al lector, en el prefacio, henchido de emoci�n, gr�vido de pensamiento, que ha escrito para este libro. "No representa escribe la actualidad est�tica del creador. Es un libro de la adolescencia, la labor po�tica primigenia, que apenas rompe el claustro de la an�nima intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho camino ascendente y gozoso; tambi�n mucha senda dolorosa. El esp�ritu est� hoy m�s granado, la visi�n m�s luminosa, el veh�culo expresivo m�s rico, m�s agilizado y m�s potente; el pensamiento m�s deslumbrado de sabidur�a; m�s extenso de panorama; m�s valorizado por el acumulamiento de intuiciones; el coraz�n m�s religioso, m�s estremecido y m�s abierto hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se d� cuenta de la penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi un ni�o" (42).

Como canci�n del mar, como balada del tr�pico, este libro es en la poes�a de Am�rica algo as� como una encantada prolongaci�n de la "Sinfon�a en Gris Mayor". La poes�a de Alcides tiene en esta jornada ecos melodiosos de la m�sica rubendariana. Se nota tambi�n su posterioridad a las adquisiciones hechas por la l�rica hispanoamericana en la obra de Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo est� espl�ndidamente viva en versos como estos:
 

Y ante un despertamiento planetario de nardos
bramando lilas tristes por la ruta de oriente
se van los vesperales, divinos leopardos.

("Caracol bermejo").


Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rub�n Dar�o no es sensible sino en la t�cnica, en la forma, en la est�tica. Speluc�n tiene del decadentismo la expresi�n; pero no tiene el esp�ritu. Sus estados de alma no son nunca m�rbidos. Una de las cosas que atraen en �l es su salud cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su �poca, pero su recia alma, un poco r�stica en el fondo, se ha conservado pura y sana. As�, est� m�s viviente y personal en esta plegaria de acendrado lirismo.
 

�No me dar�s la arcilla de la cantera rosa
donde labrar mi base para gustar Amor?
�No me dar�s un poco de tierra melodiosa

donde plasmar la fiebre de mi ensue�o, Se�or?


Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde, en la efusi�n cordial. En una �poca que era a�n de egolatrismo exasperado y bizantinismo d'annunziano, la poes�a de Alcides tiene un perfume de par�bola franciscana. Su alma se caracteriza por un cristianismo espont�neo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de esta otra plegaria con sabor de espiga y de �ngelus como algunos versos de Francis Jammes:
 

Por esta dulce hermana menor de ojos tan suaves ...


Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en esas "aguas fuertes" de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo �ntegra la responsabilidad de su poes�a de juventud, ha incluido en El Libro de la Nave Dorada. Y son tal vez la ra�z de su socialismo que es un acto de amor m�s que de protesta.

 

XIX. BALANCE PROVISORIO


No he tenido en esta sumar�sima revisi�n de valores signos el prop�sito de hacer historia ni cr�nica. No he tenido siquiera el prop�sito de hacer cr�tica, dentro del concepto que limita la cr�tica al campo de la t�cnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de interpretaci�n de su esp�ritu; no de revisi�n de sus valores ni de sus episodios. Mi trabajo pretende ser una teor�a o una tesis y no un an�lisis.

Esto explicar� la prescindencia deliberada de algunas obras que, con incontestable derecho a ser citadas y tratadas en la cr�nica y en la cr�tica de nuestra literatura, carecen de significaci�n esencial en su proceso mismo. Esta significaci�n, en todas las literaturas, la dan dos cosas: el extraordinario valor intr�nseco de la obra o el valor hist�rico de su influencia. El artista perdura realmente, en el esp�ritu de una literatura, o por su obra o por su descendencia. De otro modo, perdura s�lo en sus bibliotecas y en su cronolog�a. Y entonces puede tener mucho inter�s para la especulaci�n de eruditos y bibli�grafos; pero no tiene casi ning�n inter�s para una interpretaci�n del sentido profundo de una literatura.

El estudio de la �ltima generaci�n, que constituye un fen�meno en pleno movimiento, en actual desarrollo, no puede a�n ser efectuado con este mismo car�cter de balance (43). Precisamente en nombre del revisionismo de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este proceso como es l�gico, se juzga el pasado; no se juzga el presente. S�lo sobre el pasado puede decir ya esta generaci�n su �ltima palabra. Los nuevos, que pertenecen m�s al porvenir que al presente, son en este proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados. Ser�a prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que pretendiese fijar lo que existe en potencia o en crecimiento.

La nueva generaci�n se�ala ante todo la decadencia definitiva del "colonialismo". El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato, celosa e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela, tramonta para siempre con esta generaci�n. Este fen�meno literario e ideol�gico se presenta, naturalmente, como una faz de un fen�meno mucho m�s vasto. La generaci�n de Riva Ag�ero realiz�, en la pol�tica y en la literatura, la �ltima tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es demasiado evidente, el llamado "futurismo", que no fue sino un neocivilismo, est� liquidado pol�tica y literariamente, por la fuga, la abdicaci�n y la dispersi�n de sus corifeos.

En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Per�, hasta esta generaci�n, no se hab�a a�n independizado de la Metr�poli. Algunos escritores, hab�an sembrado ya los g�rmenes de otras influencias. Gonz�lez Prada, hace cuarenta a�os, desde la tribuna del Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta contra Espa�a, se defini� como el precursor de un per�odo de influencias cosmopolitas. En este siglo el modernismo ruben-dariano nos aport�, atenuado y contrastado por el colonialismo de la generaci�n "futurista", algunos elementos de renovaci�n estil�stica que afrancesaron un poco el tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrecci�n "col�nida" amotin� contra el academicismo espa�ol solemne pero precariamente restaurado en Lima con la instalaci�n de una Academia correspondiente, a la generaci�n de 1915, la primera que escuch� de veras la ya vieja admonici�n de Gonz�lez Prada. Pero todav�a duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio intelectual y sentimental del Virreinato. Hab�a deca�do la antigua forma; pero no hab�a deca�do igualmente el antiguo esp�ritu.

Hoy la ruptura es sustancial. El "indigenismo", como hemos visto, est� extirpando, poco a poco, desde sus ra�ces, al "colonialismo". Y este impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falc�n, criollos, coste�os, se cuentan -no discutamos el acierto de sus tentativas-, entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos vienen, de fuera, al mismo tiempo, variadas influencias internacionales. Nuestra literatura ha entrado en su per�odo de cosmopolitismo. En Lima, este cosmopolitismo se traduce, en la imitaci�n entre otras cosas de no pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopci�n de an�rquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo sentimiento, una nueva revelaci�n se anuncian. Por los caminos universales, ecum�nicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando cada vez m�s a nosotros mismos.
 


 

REFERENCIAS



1. Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima, p. 88. Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en esta idea, totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo absoluto excluye esas s�ntesis a priori tan f�cilmente acariciadas por el oportunismo mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico Giuliotti, compa�ero de Papini en la aventura intelectual del Dizionario dell'uomo salvatico, escribe Gobetti: "A los individuos tocan las posiciones netas; la conciliaci�n, la transacci�n es obra de la historia tan s�lo; es un resultado" (Obra citada, p. 82). Y en el mismo libro, al final de unos apuntes sobre la concepci�n griega de la vida, afirma: "El nuevo criterio de la verdad es un trabajo en armon�a con la responsabilidad de cada uno. Estamos en el reino de la lucha (lucha de los hombres contra los hombres, de las clases contra las clases, de los Estados contra los Estados) porque solamente a trav�s de la lucha se tiemplan fecundamente las capacidades y cada uno, defendiendo con intransigencia su puesto, colabora al proceso vital".

2. Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la cr�tica literaria como filosof�a, pp. 205 a 207. El mismo volumen, descalificando con su l�gica inexorable las tendencias esteticistas e historicistas en la historiograf�a art�stica, ha evidenciado que "la verdadera cr�tica de arte es ciertamente cr�tica est�tica, pero no porque desde�e la filosof�a como la cr�tica pseudoest�tica, sino porque obra como filosof�a o concepci�n del arte; y es cr�tica hist�rica, pero no porque se atenga a lo extr�nseco del arte como la cr�tica pseudohist�rica, sino porque, despu�s de haberse valido de los datos hist�ricos para la reproducci�n fant�stica (y hasta aqu� no es todav�a historia), obtenida ya la reproducci�n fant�stica se hace historia, determinando qu� cosa es aquel hecho que ha reproducido en su fantas�a, esto es caracterizando el hecho merced al concepto y estableciendo cu�l es propiamente el hecho acontecido. De modo que las dos tendencias que est�n en contraste en las direcciones inferiores de la cr�tica, en la cr�tica coinciden; y 'cr�tica hist�rica del arte' y 'cr�tica est�tica' son lo mismo".

3. Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el Car�cter de la Literatura del Per� Independiente traduce viva y sinceramente el esp�ritu y el sentimiento de su autor. Los posteriores trabajos de cr�tica literaria de Riva Ag�ero, no rectifican fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por la exaltaci�n del genial criollo y de sus Comentarios Reales podr�a haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad, ni una fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una fervorosa tentativa de interpretaci�n del paisaje serrano, han disminuido en el esp�ritu de Riva Ag�ero la fidelidad a la Colonia. La estada en Espa�a ha agitado, en la medida que todos saben, su fondo conservador y virreinal. En un libro escrito en Espa�a, El Per� Hist�rico y Art�stico. Influencia y Descendencia de los Monta�eses en �l (Santander, 1921), manifiesta una consideraci�n acentuada de la sociedad inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y ponderaci�n de estudioso, en cuyos juicios pesa la opini�n de Garcilaso y de los cronistas m�s objetivos y cultos. Riva Ag�ero constata que: "Cuando la Conquista, el r�gimen social del Per� entusiasm� a observadores tan escrupulosos como Cieza de Le�n y a hombres tan doctos como el Licenciado Polo de Ondegardo, el Oidor Santill�n, el jesuita autor de la Relaci�n An�nima y el P. Jos� de Acosta. Y, �qui�n sabe si en las veleidades socializantes y de reglamentaci�n agraria del ilustre Mariana y de Pedro de Valencia (el disc�pulo de Arias Montano) no influir�a, a m�s de la tradici�n plat�nica, el dato contempor�neo de la organizaci�n incaica, que tanto impresion� a cuantos la estudiaron?" No se exime Riva Ag�ero de rectificaciones como la de su primitiva apreciaci�n de Ollantay, reconociendo haber "exagerado mucho la inspiraci�n castellana de la actual versi�n en una nota del ensayo sobre el Car�cter de la Literatura del Per� Independiente y que, en vista de estudios �ltimos, si Ollantay, sigue apare- ciendo como obra de un refundidor de la Colonia, "hay que admitir que el plan, los procedimientos po�ticos, todos los cantares y muchos trozos son de tradici�n incaica, apenas levemente alterados por el redactor". Ninguna de estas leales comprobaciones de estudioso, anula empero el prop�sito ni el criterio de la obra, cuyo tono general es el de un recrudecido espa�olismo que, como homenaje a la metr�poli, tiende a reivindicar el espa�olismo "arraigado" del Per�.

4. Discuto y critico preferentemente la tesis de Riva Ag�ero porque la estimo la m�s representativa y dominante, y el hecho de que a sus valoraciones se ci�an estudios posteriores, deseosos de imparcialidad cr�tica y ajenos a sus motivos pol�ticos, me parece una raz�n m�s para reconocerle un car�cter central y un poder fecundador. Luis Alberto S�nchez, en el primer volumen de La Literatura Peruana, admite que Garc�a Calder�n en Del Romanticismo al Modernismo, dedicado a Riva Ag�ero, glosa, en verdad el libro de �ste; y aunque a�os m�s tarde se documentara mejor para escribir su s�ntesis de La Literatura Peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y compa�ero, el autor de La Historia en el Per�, ni adopta una orientaci�n nueva, ni acude a la fuente popular indispensable.

5. Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol. 1, p. 186. Ya que he citado los Nuovi Saggi di Estetica de Croce, no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las historias literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer, Croce sostiene: "que no es verdad que los poetas y los otros artistas sean expresi�n de la conciencia nacional, de la raza, de la estirpe, de la clase, o de cualquier otra cosa s�mil". La reacci�n de Croce contra el desorbitado nacionalismo de la historiograf�a literaria del siglo diecinueve, al cual sin embargo escapan obras como la de George Brandes, esp�cimen extraordinario de buen europeo, es extremada y excesiva como toda reacci�n; pero responde, en el universalismo vigilante y generoso de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitaci�n de los imperiales modelos germanos.

6. V�ase en Amauta Nos. 12 y 14 las noticias y comentarios de Gabriel Collazos y Jos� Gabriel Cosio sobre la comedia quechua de Inocencio Mamani, a cuya gestaci�n no es probablemente extra�o el ascendiente fecundador de Gamaliel Churata.

7. De Sanctis, ob. citada, pp. 186 y 187.

8. Jos� G�lvez, Posibilidad de una genuina literatura nacional, p. 7.

9. De Sanctis, en su Teoria e Storia della Letteratura (p. 205) dice: "El hombre, en el arte como en la ciencia, parte de la subjetividad y por esto la l�rica es la primera forma de la poes�a. Pero de la subjetividad pasa despu�s a la objetividad y se tiene la narraci�n, en la cual la conmoci�n subjetiva es incidental y secundaria. El campo de la l�rica es lo ideal, de la narraci�n lo real: en la primera, la impresi�n es fin, la acci�n es ocasi�n; en la segunda sucede lo contrario; la primera no se disuelve en prosa sino destruy�ndose; la segunda se resuelve en la prosa que es su natural tendencia".

10. "Son los tiempos de lucha -escribe De Sanctis- en los cuales la humanidad asciende de una idea a la otra y el intelecto no triunfa sin que la fantas�a sea sacudida: cuando una idea ha triunfado y se desenvuelve en ejercicio pac�fico no se tiene m�s la �pica, sino la historia. El poema �pico, por tanto, se puede definir como la historia ideal de la humanidad en su paso de una idea a otra" (Ib., p. 207).

11. Jos� de la Riva Ag�ero, Car�cter de la Literatura del Per� Independiente, Lima, 1905.

12. Ib.

13. En Sagitario N� 3 (1926) y en Por la Emancipaci�n de la Am�rica Latina (Buenos Aires, 1927), p. 139.

14. Ob. citada, p. 139.

15. En una carta a Amauta (N� 4), Haya, impulsado por su entusiasmo, exagera, sin duda, esta reivindicaci�n.

16. Federico More, "De un ensayo sobre las literaturas del Per�", en El Diario de la Marina de La Habana (1924) y El Norte de Trujillo (1924).

17. V�ase en este volumen el ensayo sobre "Regionalismo y Centralismo".

18. De Nuestra �poca (Julio de 1918) se publicaron s�lo dos n�meros, r�pidamente agotados. En ambos n�meros, se esboza una tendencia fuertemente influenciada por Espa�a, la revista de Araquist�in que un a�o m�s tarde, reapareci� en La Raz�n, ef�mero diario cuya m�s recordada campa�a es la de la Reforma Universitaria.

19. Gonz�lez Prada, P�ginas Libres.

20. Gonz�lez Prada, ob. citada.

21. Gonz�lez Prada, ob. citada.

22. Gonz�lez Prada, ob. citada.

23. Gonz�lez Prada, ob. citada.

24. M. Iberico Rodr�guez, El Nuevo Absoluto, p. 45.

25. Ib., pp. 43 y 44.

26. Pedro Henr�quez Ure�a, Seis Ensayos en busca de nuestra expresi�n, p. 45 a p. 47.

27. G�lvez, ob. citada, pp. 33 y 34.

28. Ib., p. 90.

29. El humorismo de Valdelomar se cebaba donosamente en las disonancias mestizas o huachafas. Una tarde, en el Palais Concert, Valdelomar me dijo: "Mari�tegui, a la leve y fina lib�lula, motejan aqu� chupajeringa". Yo, tan decadente como �l entonces, lo excit� a reivindicar los nobles y ofendidos fueros de la lib�lula. Valdelomar pidi� al mozo unas cuartillas. Y escribi� sobre una mesa del caf� melifluamente rumoroso uno de sus "di�logos m�ximos". Su humorismo era as�, inocente, infantil, l�rico. Era la reacci�n de un alma afinada y pulcra contra la vulgaridad y la huachafer�a de un ambiente provinciano mon�tono. Le molestaban los "hombres gordos y borrachos", los prendedores de quinto de libra, los pu�os postizos y los zapatos con el�stico.

30. En el Boletin Bibliogr�fico de la Universidad de Lima, N� 15 (diciembre de 1915). Nota cr�tica a una selecci�n de poemas de Eguren hecha por el Bibliotecario de la Universidad, Pedro S. Zulen, uno de los primeros en apreciar y admirar el genio del poeta de Simb�licas.

31. No escasean en los versos de Eguren los italianismos. El gusto de las palabras italianas -que no lo latiniza-, nace en el poeta de su trato de la poes�a de Italia, fomentado en �l por las lecturas de su hermano Jorge que residi� largamente en ese pa�s.

32. Una buena parte de la obra de Eguren es rom�ntica, y no s�lo en Simb�licas sino en Sombras y aun en Rondinelas, las dos �ltimas jornadas de su poes�a.

33. Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre C�sar Vallejo.

34. Orrego, ob. citada.

35. Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva t�cnica, pero que sus motivos contin�an siendo rom�nticos. Pero la m�s alquitarada "nueva poes�a", en la medida en que extrema su subjetivismo, tambi�n es rom�ntica, como observo a prop�sito de Hidalgo. En Vallejo, hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta Trilce, pero el m�rito de su poes�a se valora por los grados en que supera y trascien-de esos residuos. Adem�s, convendr�a entenderse previamente sobre el t�rmino romanti-cismo.

36. Estudio sobre el nativismo en La Cruz del Sur (Montevideo).

37. De la Vida Inkaica, por Luis E. Valc�rcel, Lima, 1925.

38. Una nota del libro de L�pez Alb�jar que se acuerda con una nota del libro de Valc�rcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La melancol�a del indio, seg�n Valc�rcel, no es sino nostalgia. Nostalgia del hombre arrancado al agro y al hogar por las empresas b�licas o pac�ficas del Estado. En "Ushanam Jampi" la nostalgia pierde al protagonista. Conce Maille es condenado al exilio por la justicia de los ancianos de Chup�n. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es m�s fuerte que el instinto de conservaci�n. Y lo impulsa a volver furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal vez la �ltima pena. Esta nostalgia nos define el esp�ritu del pueblo del Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los quechuas, aventureros ni vagabundos. Quiz� por esto ha sido y es tan poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginaci�n. Quiz� por esto, el indio objetiva su metaf�sica en la naturaleza que lo circunda. Quiz� por esto, los jircas, o sea los dioses lares del terru�o, gobiernan su vida. El indio no pod�a ser monote�sta.
Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia ind�gena no han cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y, como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir n�madamente, porque cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de desesperanza incurable con que gimen las quenas.
L�pez Alb�jar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del alma del quechua. Y escribe en su divagaci�n sobre la coca: "El indio sin saberlo es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del fil�sofo es teor�a y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desd�n. Si para uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabidur�a de tomarla como es".
Unamuno encuentra certero este juicio. Tambi�n �l cree que el escepticismo del indio es experiencia y desd�n. Pero el historiador y el soci�logo pueden percibir otras cosas que el fil�sofo y el literato tal vez desde�an. �No es este escepticismo en parte, un rasgo de la psicolog�a asi�tica? El chino, como el indio, es materialista y esc�ptico. Y, como en el Tawantinsuyo, en la China, la religi�n es un c�digo de moral pr�ctica m�s que una concepci�n metaf�sica.

39. El prologuista de Cuentos Andinos, se�or Ezequiel Ayll�n, explica as� la justicia popular ind�gena: "La ley sustantiva, consuetudinaria, conservada desde la m�s oscura antig�edad, establece dos sustitutivos penales que tienden a la reintegraci�n social del delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yach�shum o Yachach�shum se reduce a amonestar al delincuente haci�ndole comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto rec�proco. El Alliyach�shum tiende a evitar la venganza personal reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber surtido efecto morigerador el Yach�shum. Aplicados los dos sustitutivos cuya categor�a o trascendencia no son extra�os a los medios que preconizan con ese car�cter los penalistas de la moderna escuela positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada Jitar�shum, que tiene las proyecciones de una expatriaci�n definitiva. Es la ablaci�n del elemento enfermo, que constituye una amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por �ltimo, si el amonestado, reconciliado y expulsado, roba o mata nuevamente dentro de la jurisdicci�n distrital, se le aplica la pena extrema, irremisible, denominada Ushanam Jampi, el �ltimo remedio que es la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cad�ver y su desaparici�n en el fondo de los r�os, de los despe�aderos, o sirviendo de pasto a los perros y a las aves de rapi�a. El Derecho Procesal se desenvuelve p�blica y oralmente, en una sola audiencia, y comprende la acusaci�n, defensa, prueba, sentencia y ejecuci�n".

40. Vilfredo Pareto, Trattato di Sociologia Generale, tomo III, p. 265.

41. Los estudios de Hildebrando Castro Pozo sobre la comunidad ind�gena, consignan a este respecto datos de extraordinario inter�s, que he citado ya en otra parte. Estos datos coinciden absolutamente con la sustancia de las aserciones de Valc�rcel en Tempestad en los Andes a las cuales, si no estuviesen confirmadas por investigaciones objetivas se podr�a suponer excesivamente optimistas y apolog�ticas. Adem�s cualquiera puede comprobar la unidad, el estilo, el car�cter de la vida ind�gena. Y sociol�gicamente la persistencia en la comunidad de los que Sorel llama "elementos espirituales del trabajo", es de un valor capital.

42. El Libro de la Nave Dorada, Ediciones de El Norte, Trujillo, 1926.

43. Reconozco, adem�s, la ausencia en este ensayo de algunos contempor�neos mayores, cuya obra debe a�n ser estimada m�s o menos susceptible de evoluci�n o continuaci�n. Mi estudio, lo repito, no est� concluido.